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Inteligencia emocional

Grupo Elron
Sección Autoconocimiento y Salud - Índice de la sección - Explicación y guía de lectura de la sección

INTELIGENCIA
EMOCIO
NAL

Nota del Prof. Jorge Raúl Olguín.

1º parte

EL ORIGEN DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

El término Inteligencia Emocional se refiere a la capacidad humana de sentir, entender, controlar y modificar estados emocionales en uno mismo y en los demás. Inteligencia emocional no es ahogar las emociones, sino dirigirlas y equilibrarlas.

El concepto de Inteligencia Emocional, aunque esté de actualidad, tiene a nuestro parecer un claro precursor en el concepto de Inteligencia Social del psicólogo Edward Thorndike (1920) quien la definió como "la habilidad para comprender y dirigir a los hombres y mujeres, muchachos y muchachas, y actuar sabiamente en las relaciones humanas".

 

Para Thorndike, además de la inteligencia social, existen también otros dos tipos de inteligencias: la abstracta –habilidad para manejar ideas- y la mecánica- habilidad para entender y manejar objetos-.

 

Un ilustre antecedente cercano de la Inteligencia Emocional lo constituye la teoría de ‘las inteligencias múltiples’ del Dr. Howard Gardner, de la Universidad de Harvard, quien plantea ("Frames of Mind", 1983) que las personas tenemos 7 tipos de inteligencia que nos relacionan con el mundo. A grandes rasgos, estas inteligencias son:

 

Inteligencia Lingüística: Es la inteligencia relacionada con nuestra capacidad verbal, con el lenguaje y con las palabras.

 

Inteligencia Lógica: Tiene que ver con el desarrollo de pensamiento abstracto, con la precisión y la organización a través de pautas o secuencias.

 

Inteligencia Musical: Se relaciona directamente con las habilidades musicales y ritmos.

 

Inteligencia Visual - Espacial: La capacidad para integrar elementos, percibirlos y ordenarlos en el espacio, y poder establecer relaciones de tipo metafórico entre ellos.

 

Inteligencia Kinestésica: Abarca todo lo relacionado con el movimiento tanto corporal como el de los objetos, y los reflejos.

 

Inteligencia Interpersonal: Implica la capacidad de establecer relaciones con otras personas.

 

Inteligencia Intrapersonal: Se refiere al conocimiento de uno mismo y todos los procesos relacionados, como autoconfianza y automotivación.

 

Esta teoría introdujo dos tipos de inteligencias muy relacionadas con la competencia social, y hasta cierto punto emocional: la Inteligencia Interpersonal y la Inteligencia Intrapersonal. Gardner definió a ambas como sigue:

"La Inteligencia Interpersonal se construye a partir de una capacidad nuclear para sentir distinciones entre los demás: en particular, contrastes en sus estados de ánimo, temperamentos, motivaciones e intenciones. En formas más avanzadas, esta inteligencia permite a un adulto hábil leer las intenciones y deseos de los demás, aunque se hayan ocultado... "

 

Y a la Inteligencia Intrapersonal como "el conocimiento de los aspectos internos de una persona: el acceso a la propia vida emocional, a la propia gama de sentimientos, la capacidad de efectuar discriminaciones entre las emociones y finalmente ponerles un nombre y recurrir a ellas como un medio de interpretar y orientar la propia conducta..."

 

LA APARICIÓN DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

En 1990, dos psicólogos norteamericanos, el Dr. Peter Salovey y el Dr. John Mayer, acuñaron un término cuya fama futura era difícil de imaginar. Ese término es ‘inteligencia emocional’.

 

Hoy, pocas personas de los ambientes culturales, académicos o empresariales ignoran el término o su significado. Y esto se debe, fundamentalmente, al trabajo de Daniel Goleman, investigador y periodista del New York Times, quien llevó el tema al centro de la atención en todo el mundo, a través de su obra ‘La Inteligencia Emocional’ (1995).

 

El nuevo concepto, investigado a fondo en esta obra y en otras que se sucedieron con vertiginosa rapidez, irrumpe con inusitado vigor y hace tambalear las categorías establecidas a propósito de interpretar la conducta humana (y por ende de las ciencias) que durante siglos se han dedicado a desentrañarla: llámense Psicología, Educación, Sociología, Antropología, u otras.


2º parte

Inteligencia emocional aplicada

Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.

Aristóteles, Ética a Nicómaco.

 

La inteligencia emocional determina la manera en que nos relacionamos y entendemos el mundo; tiene en cuenta las actitudes, los sentimientos y engloba habilidades como : el control de los impulsos, la autoconciencia, la automotivación, la confianza, el entusiasmo, la empatía, y sobre todo es el recurso necesario para ofrecer nuestras mayores prestaciones profesionales.

Sobre la inteligencia emocional y la ética

El concepto de la inteligencia emocional postula ampliar la noción de inteligencia (tradicionalmente ceñida a una serie de habilidades racionales y lógicas) incorporando una serie de habilidades emocionales.

1.          Conciencia de las propias emociones. Quien no se percata de sus emociones queda a merced de las mismas. Identificar las propias emociones al evaluar situaciones pasadas implica una primaria inteligencia emocional. Distinguir un sentimiento mientras está aconteciendo supone una inteligencia emocional desarrollada.

2.          Manejo de las emociones. Me refiero a la capacidad de controlar los impulsos para adecuarlos a un objetivo. Habilidad que se puede "entrenar" como, de hecho, hacen los actores que son capaces de generarse el estado emocional más apropiado para representar un papel. Aprender a crear un determinado estado emocional... son palabras mayores. Recomiendo empezar por intentar controlar la duración de las emociones. Algo que sucede hace emerger nuestra furia. Parece inevitable. Pero esa furia puede durar un minuto, una hora o un día. Algo que acontece nos pone tristes. ¿cuánto tiempo haremos durar esa tristeza?

3.          Capacidad de automotivación. Las emociones nos ponen en movimiento. Desarrollar la capacidad de entusiasmarnos con lo que tenemos que hacer, para poder llevarlo a cabo de la mejor manera, aplacando otros impulsos que nos desviarían de la tarea mejora el rendimiento en cualquier actividad que se emprenda.

4.          Empatía. Es el nombre que recibe la aptitud para reconocer las emociones en los demás. Proviene del griego empatheia, que significa algo así como "sentir dentro", es decir, percibir lo que el otro siente dentro suyo. Los sentimientos no suelen expresarse verbalmente sino a través del tono de voz, los gestos, miradas, etc. La clave para la empatía reside en la destreza para interpretar el lenguaje corporal.

5.          Manejo de las relaciones. Así como un paso posterior a reconocer nuestras emociones consiste en aprender a controlarlas; de modo análogo, una instancia ulterior a la empatía estriba en manipular las emociones de los demás.

Esto último promueve la inquietud acerca de la ética. Las habilidades descriptas arriba, una vez desarrolladas pueden ser empleadas de distintas maneras. Pueden sujetarse a un fin solidario o a una motivación egoísta. Por ejemplo, la empatía puede ser utilizada por un profesor para mejorar la transmisión de una enseñanza a sus alumnos. Puede ser usada por un vendedor para vender un producto.

Si se desarrolla el autocontrol emocional y la empatía, se puede efectivamente manipular a otra persona que no haya desarrollado estas capacidades. Se puede saber cómo hacerla enojar, entristecerla, hacerle sentir miedo, etc. Cómo van a canalizarse estas habilidades es un tema que es preocupante. Por cierto, la inteligencia emocional ha despertado aún mucho mayor interés en el ámbito empresarial que en el terapéutico. ¿Por qué han sido recibidas con tanta atención las ideas de la inteligencia emocional en las empresas? Creo humildemente que es apresurado contestar esta pregunta hasta no realizar una profunda investigación sobre el tema. Por el momento es válido dejar planteado el asunto y arriesgarnos a traslucir algunas sospechas.

 


 

3º parte

 

¿Qué piensa Daniel Goleman de la Inteligencia emocional?

La Inteligencia emocional es una forma de interactuar con el mundo que tiene muy en cuenta los sentimientos, y engloba habilidades tales como el control de los impulsos, la autoconciencia, la motivación, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, la agilidad mental, etc. Ellas configuran rasgos de carácter como la autodisciplina, la compasión o el altruismo, que resultan indispensables para una buena y creativa adaptación social.  

El rendimiento escolar del estudiante depende del más fundamental de todos los conocimientos, aprender a aprender. Los objetivos a reeducar como clave fundamental son los siguientes:

1. Confianza. La sensación de controlar y dominar el propio cuerpo, la propia conducta y el propio mundo. La sensación de que tiene muchas posibilidades de éxito en lo que emprenda y que los adultos pueden ayudarle en esa tarea.

2. Curiosidad. La sensación de que el hecho de descubrir algo es positivo y placentero.

3. Intencionalidad. El deseo y la capacidad de lograr algo y de actuar en consecuencia. Esta habilidad está ligada a la sensación y a la capacidad de sentirse competente, de ser eficaz.

4. Autocontrol. La capacidad de modular y controlar las propias acciones en una forma apropiada a su edad; la sensación de control interno.

5. Relación. La capacidad de relacionarse con los demás, una capacidad que se basa en el hecho de comprenderles y de ser comprendido por ellos.

6. Capacidad de comunicar. El deseo y la capacidad de intercambiar verbalmente ideas, sentimientos y conceptos con los demás. Esta capacidad exige la confianza en los demás (incluyendo a los adultos) y el placer de relacionarse con ellos.

7. Cooperación. La capacidad de armonizar las propias necesidades con las de los demás en las actividades grupales. 

 

La obra de Daniel Goleman intenta recuperar el prestigio de las emociones como objeto digno de estudio. La tesis de esta obra es que los tradicionales tests de inteligencia (con los que se "saca" el famoso coeficiente intelectual) miden una serie de habilidades intelectuales que no suelen servir de mucho para afrontar los "problemas de la vida". Es decir, un CI (coeficiente intelectual) elevado no es garantía de felicidad, prosperidad, etc. Sirve para obtener buenas notas en la escuela pero no para responder con eficiencia frente a los distintos trastornos que se presentan en la vida diaria. Para complementar el CI, Goleman introduce el concepto de CE (coeficiente emocional). La inteligencia emocional incluye habilidades como la capacidad de automotivarse, la perseverancia, el autocontrol. Todo podría resumirse en este último concepto, el control sobre las emociones.

La etimología de la palabra emoción remite al movimiento. Las emociones son las que nos mueven, nos llevan a entrar en acción. Esto es muy claro en los animales y en los niños. No tanto en los adultos quienes 'civilizadamente' hemos aprendido a separar la emoción de la acción.

Las emociones cumplen una función natural. Con el miedo, explica Goleman, la sangre se retira del rostro (por eso palidecemos) y se dirige a los músculos de las piernas para facilitar una reacción de fuga ante el peligro. En la ira, la sangre fluye a las manos, aumenta el ritmo cardíaco y el nivel de adrenalina generando condiciones propicias para una acción enérgica.

Ahora bien, desde las primitivas emociones de los primeros hombres hasta el día de hoy indudablemente las condiciones de vida han cambiado. "Mientras en el pasado una ira violenta puede haber supuesto una ventaja crucial para la supervivencia, el hecho de tener acceso a armas automáticas a los trece años la convierte en una reacción a menudo desastrosa."

La cultura educa nuestras emociones. Al niño pseudonatural se le va enseñando cuando son aceptables ciertas emociones y cuando no. Se le enseña a minimizar ciertas emociones, a exagerar otras, a reemplazar una emoción por otra y a reprimir otras. Sobre las emociones y sobre cómo educarlas, queda la sensación de haber mucho por investigar.


4º parte

La Inteligencia Emocional 
según José Javier Velasco Bernal

El término inteligencia emocional fue utilizado por primera vez en 1990 por Peter Salovey de Harvard y John Mayer de la New Hampshire, como la capacidad de controlar y regular los sentimientos de uno mismo y de los demás y utilizarlos como guía del pensamiento y de la acción. La inteligencia emocional se concreta en un amplio número de habilidades y rasgos de personalidad: empatía, expresión y comprensión de los sentimientos, control de nuestro genio, independencia, capacidad de adaptación, simpatía, capacidad de resolver los problemas de forma interpersonal, habilidades sociales, persistencia, cordialidad, amabilidad y respeto.

Un fundamento previo lo encontramos en la obra de Howard Gardner, quien en 1983 propuso su famoso modelo denominado "inteligencias múltiples" que incluye 7 tipos de inteligencia: verbal, lógico-matemática, espacial, musical, cinestésica, interpersonal, intrapersonal. Si bien, como él mismo subrayó, en Estados Unidos, en la mayoría de las escuelas se sigue cultivando exclusivamente, al menos consciente y premeditadamente, los dos primeros tipos de inteligencia: la verbal, y matemática.

Pero fue Daniel Goleman con su libro Inteligencia Emocional quien lo popularizó y convirtió en un betsseller, refiriéndose a las siguientes habilidades: 

·   conciencia de sí mismo y de las propias emociones y su expresión

·   autorregulación, controlar los impulsos, de la ansiedad, diferir las gratificaciones, regular nuestros estado de ánimo

·   motivarnos y perseverar a pesar de las frustraciones (optimismo)

·   empatía y confianza en los demás

·   las artes sociales


En su primer libro
"La inteligencia emocional" se centra en temas tales como el fundamento biológico de las emociones y su relación con la parte más volitiva del cerebro, la implicación de la inteligencia emocional en ámbitos como las relaciones de pareja, la salud, y fundamentalmente el ámbito educativos.

En su libro "La práctica de la inteligencia emocional"  destaca particularmente las habilidades sociales referidas al manejo de las emociones en las relaciones, la interpretación de las situaciones y redes sociales, la interacción fluida, la persuasión, dirección, negociación y resolución de conflictos, la cooperación y el trabajo en equipo. 

En este segundo libro, analiza en profundidad las implicaciones de la inteligencia emocional en el mundo laboral y en la vida de las organizaciones, y entre los temas centrales destacan la distinción entre habilidades fuertes y débiles, las primeras referidas a las capacidades analítica y la formación técnica, requerida en ocupaciones cualificadas, y las segundas referidas a la habilidades emocionales y sociales; la valoración de inteligencia emocional y sus habilidades asociadas, como criterio diferenciador entre los empleados estrella y otros, o el tema de la eficacia de la formación en inteligencia emocional y los requisitos para su éxito. 

Un breve comentario respecto a la técnica literaria que utiliza Goleman en sus libros: en "La Inteligencia emocional" predomina el uso de los ejemplos introductorios de carácter espectacular, incluso muchos dramáticos, a los que hay que reconocer una gran eficacia, no sólo como ejemplos de los conceptos que implican, sino también como factor motivacional y controlador de nuestra atención; por otra parte en su segundo libro mantiene es estilo ejemplificador, si bien la característica dominante la demostración de la mayor eficacia profesional de quien muestran una alta inteligencia profesional. (distinto público).

En resumen, Daniel Goleman plantea la inteligencia emocional como sinónimo de carácter, personalidad o habilidades blandas, que concreta en las cinco habilidades emocionales y sociales reseñadas y que tienen su traducción en conductas manifiestas, tanto a nivel de pensamientos, reacciones fisiológicas y conductas observables, aprendidas y aprendibles, forma específica y bien distinta a otro tipo de contenidos, y cuyo fundamento biológico explica en gran medida su importancia, funcionamiento, valor adaptativo, desajustes, y la posibilidad y forma de modificarlo.

En el párrafo anterior se refleja la relación jerárquica existente entre los distintos conceptos que estamos considerando. Este desarrollo conceptual, inclusivo, de lo más general a lo más particular, no implica que la investigación histórica de dichos conceptos haya seguido el mismo orden, más bien se han ido desarrollando de forma inversa o al menos independiente.

Más bien creo que podremos afirmar que el concepto de Inteligencia Emocional surge como conclusión de la confluencia de una parte, de décadas de investigación sobre las habilidades emocionales y sociales y su aplicación terapia y la educación, y por otra de la reformulación científica del concepto de inteligencia en el ámbito de la psicología, como es el trabajo de Gardner.

 El gran mérito de Daniel Goleman ha sido su capacidad divulgadora, su acercamiento al público en general. Me gustaría poder valorar la importancia que ha tenido en su éxito el presentar las habilidades emocionales y sociales y las conductas a ellas asociadas, bajo un concepto como el de inteligencia emocional. Concepto que reúne en uno solo, dos conceptos tradicionalmente contrapuestos e incluso excluyentes, pero cargados de referencias positivas de valor.

Así, inteligencia es algo deseable, de lo que uno se siente orgulloso y que se asocia a competencia, facilidad y logro. Y que emoción se relaciona con los sentimientos, la pasión, la libertad y la posibilidad de sentir y disfrutar, con lo más característico y lo más personal de uno mismo, con lo más vital, y lo más humano y sin ser patrimonio de unos pocos, al contrario, siendo quizás el aspecto más democrático e igualador. 

Descritos de este modo, fácilmente podremos reconocemos dos de los valores principales de nuestra cultura actual.

LAS EMOCIONES 

Un diccionario de psicología define la emoción como esa determinada categoría de experiencias, para las que utilizamos las más dispares expresiones lingüísticas: amor, odio, ira, enojo, frustración, ansiedad, miedo, alegría, sorpresa, desagrado... 

Son un estado complejo que incluye una percepción acentuada de una situación y objeto, la apreciación de su atracción y repulsión consciente y una conducta de acercamiento o aversión. Etimológicamente emocion proviene de movere que significa moverse, más el prefijo "e" que significa algo así como "movimiento hacia".

Veamos cuáles son las más importante y hacia dónde nos mueven, relacionándolas con el aprendizaje.

·  La ira nos predispone a la defensa o la lucha, se asocia con la movilización de la energía corporal a través de la tasa de hormonas en sangre y el aumento del ritmo cardiaco y reacciones más específicas de preparación para la lucha: apretar los dientes, el fluir de la sangre a las manos, cerrar los puños (lo que ayuda a empuñar un arma)... 

·  El miedo predispone a la huida o la lucha, y se asocia con la retirada de la sangre del rostro para que fluya por la musculatura esquelética, facilitando así la huida, o con la parálisis general que permite valorar la conveniencia de huir, ocultarse o atacar, y en general con la respuesta hormonal responsable del estado de alerta. (ansiedad)
Estas dos emociones, en su manifestación extrema, están asociadas con el secuestro del cortex prefrontal gestor de la memoria operativa, obstaculizando las facultades intelectuales y la capacidad de aprender. Mientras que en intensidades moderadas, son promotores del aprendizaje (la ansiedad como activación y la ira como "coraje").

·  La alegría predispone a afrontar cualquier tarea, aumenta la energía disponible e inhibe los sentimientos negativos, aquieta los estado que generan preocupación, proporciona reposo, entusiasmo y disposición a la acción. Un el estado emocional que potencia el aprendizaje.

·  La sorpresa predispone a la observación concentrada y se manifiesta por el arqueo de las cejas, respuesta que aumenta la luz que incide en la retina y facilita la exploración del acontecimiento inesperado y la elaboración de un plan de acción o respuesta adecuado. Podemos decir que la sorpresa está relacionada con la curiosidad, factor motivacional intrínseco..

·  La tristeza predispone al ensimismamiento y el duelo, se asocia a la disminución de la energía y el entusiasmo por las actividades vitales y el enlentecimiento del metabolismo corporal, es un buen momento para la introspección y la modificación de actitudes y elaboración de planes de afrontamiento. Su influencia facilitadora del aprendizaje está en función de su intensidad, pues la depresión dificulta el aprendizaje. Como reacción puntual y moderada disminuye la impulsividad, la valoración objetiva de las tareas y retos y sus dificultades, elaboración de un autoconcepto realista evitando caer en el optimismo ingenuo, la planificación de la solución del problema, contribuyendo a la modificación positiva de actitudes y hábitos. Tiene particular importancia en el efecto final el manejo de dicha emoción por parte de profesores y padres y la ayuda contingente que se presta al alumno para elaborarla y concretarla en conductas y planes realista y eficaces.

·  También podemos comentar la influencia de otra emoción: los celos. Podemos apreciar que en cuanto manifestación de valoración de algún logro, deseo de emular, y de identificación con el modelo, constituye un factor motivacional positivo. Pero en la medida que se vive como una amenaza a la autoestima, una pérdida de status, un reto inalcanzable o contrario a las propias actitudes es más bien generadora de conflictos.

 Para comprender el funcionamiento general de las emociones y qué papel cumplen vamos a considerar brevemente su fundamento cerebral. Primero destacamos que toda la información sensorial es conducida desde los sentidos a la corteza cerebral, pasando por una estación intermedia, situada en el tronco cerebral, el tálamo. El tálamo está conectado con una de las estructura fundamentales del cerebro emocional, la amígdala, que se encarga entre otras importantes funciones emocionales de escudriñar las percepciones en busca de alguna clase de amenaza, activa la secreción de noradrenalina, hormona responsable del estado de alerta cerebral. Ambas están relacionadas por una vía nerviosa rápida, de una sola sinapsis, lo que posibilita que la amigdala responda a la información antes de que lo haga el neocortex y que explica el dominio que las emociones pueden ejercer sobre nuestra voluntad y los fenómenos de secuestro emocional. Una tercera estructura implicada es el hipocampo, encargada de proporcionar una aguda memoria del contexto, los hechos puros, mientras la amígdala se encarga de registrar el clima emocional que los acompaña. Por su parte, el lóbulo prefrontal se encarga constituye una especie de modulador de las respuestas de la amígdala y el sistema límbico que desconecta los impulsos emocionales más negativos a través de sus conexiones con la amígdala, es el responsable de la comprensión de que algo merece una respuesta emocional, ejemplo la alegría por haber logrado algo o el enfado por lo que nos han dicho, además controla la memoria de trabajo, por lo que la perturbación emocional obstaculiza las facultades intelectuales y dificulta la capacidad de aprender.

Las emociones son, en esencia impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución y que nos permiten afrontar situaciones verdaderamente difíciles; un sistema con tres componentes: 

1.el perceptivo, destinado a la detección de los estímulos elicitadores; que incluye elementos hereditarios, como es nuestra predisposición a valorar el vacío, los lugares cerrados , los insectos o las serpientes..., como posibles situaciones peligrosas, y a veces fruto de las experiencias, como puede ser el surgimiento de una fobia o la ansiedad a los exámenes, o el placer por una buena nota.

2.el motivacional, encargado de impulsar, mantener y dirigir la conducta, gracias a su relación con el sistema hormonal: por ejemplo, el miedo nos impulsa a la evitación.

3.El conductual, que hemos de analizar en su triple manifestación, reacción fisiológica perceptible, pensamientos y conductas manifiestas. Es el elemento más influído por las experiencias de aprendizaje previo y el medio cultural. Por ejemplo: la expresión de la pena en distintas culturas o el desarrollo de estrategias de evitación de las situaciones de prueba en el ámbito escolar o las fobias escolares.
 

 

HABILIDADES PROPIAS DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

Como hemos dicho la inteligencia emocional incluye cuatro grupos de habilidades, si excluimos las habilidades sociales: la conciencia de sí mismo, la autorregulación, la motivación, la empatía.

La primera, la toma de conciencia y expresión de las propias emociones es la capacidad de reconocer una emoción o sentimiento en el mismo momento en que aparece y constituye la piedra angular de la inteligencia emocional. Hacernos conscientes de nuestras emociones requiere estar atentos a los estado internos y a nuestras reacciones en sus distintas formas (pensamiento, respuesta fisiológica, conductas manifiestas) relacionándolas con los estímulos que las provocan. La comprensión se ve facilitada o inhibida por nuestra actitud y valoración de la emoción implicada: se facilita si mantenemos una actitud neutra , sin juzgar o rechazar lo que sentimos, y se inhibe la percepción consciente de cualquier emoción si consideramos vergonzosa o negativa. La captación de las emociones está además relacionada con la salud; al tratarse de impulsos tendentes a la acción (por manifestación comportamental, cambio de la situación o la reestructuración cognitiva) su persistencia origina problemas fisiológicos, e lo que denominamos somatizaciones. Su adiestramiento es fruto de la mediación de adultos iguales, a través del aprendizaje incidental, centrando la atención en las manifestaciones internas y externas, especialmente no verbales, que acompañan a cada estado emocional y la situación que las origina. La expresión voluntaria de distintas emociones, su dramatización, es un camino eficaz de modelado y aprendizaje de las mismas.

La segunda de las habilidades es la capacidad de controlar las emociones, de tranquilizarse a uno mismo, de desembarazarse de la ansiedad, la tristeza y la irritabilidad exageradas. No se trata de reprimirlas sino de su equilibrio, pues como hemos dicho cada una tiene su función y utilidad. Podemos controlar el tiempo que dura una emoción no el momento en que nos veremos arrastrados por ella. El arte de calmarse a uno mismo es una de las habilidades vitales fundamentales, que se adquiere como resultado de la acción mediadora de los demás, es decir, aprendemos a calmarnos tratándonos como nos han tratado, pero aprendible y mejorable en todo momento de la vida.

En relación al enfado hay que conocer que su detonante universal es la sensación de hallarse amenazado, bien real o simbólicamente. Consiste desde la perspectiva hormonal en una secreción de catecolaminas que producen un acceso puntual y rápido de energía y una descarga adrenocortical que produce una hipersensibilidad difusa que puede durar hora o incluso días, descendiendo progresivamente nuestro umbral de irritabilidad. Podemos pues decir que el enfado se construye sobre el enfado; que cada pequeño incidente nos predispone a reaccionar nuevamente enfadándonos con causa menores y a que la reacción sea cada vez más violenta También podemos afirmar que es la emoción mas persistente y difícil de controlar, aunque el peor consejero es la creencia errónea de que es ingobernable. Lo importante para su control es intervenir en la cadena de pensamientos hostiles que los alimenta. Y entre las técnicas que han demostrado su eficacia destacan ante la reacción ya provocada: la relajación, la comprensión  y una actitud contraria al enfado (quien se enfada tiene dos trabajos: enfadarse y desenfadarse). En cuanto a la catarsis y la expresión abierta del enfado no parece surtir el efecto deseado, al contrario, según la anatomía del enfado es contraproducente.

Respecto al miedo, conviene recordar que como reacción ante un peligro real y objetivo, tiene un indudable valor adaptativo y está relacionada con la conducta de huída o lucha, para las cuales el organismo se prepara biológicamente mediante la movilización de sus recursos energéticos. Cuando esta movilización de los recursos energéticos se origina ante causas más subjetivas o difusas, y de forma más persistente, también ante las más variadas actividades que suponen un reto, la emoción resultante la podemos denominar ansiedad. La ansiedad se ha relacionado con el rendimientos o el éxito en la actividad, concretamente en la escolar, comprobando que mientras que a niveles moderados es beneficionsa e imprescindible, su exceso es contraproducente. El componente fisiológico de la ansiedad es controlable a través de las técnicas de relajación. El componente cognitivo (la preocupación) responde ante estrategias de cambio del foco de la atención, la autocrítica de las creencias asociadas, inducción activa de pensamiento positivo, la utilización del sentido del humor. El componente conductual, evitación y lucha, requiere desensibilización, prevención o autoinstrucciones. Sin alvidar que una buena prevención de la ansiedad es el aumento del ejercicio, una dieta baja en calorías, una cantidad apropiada de sueño y descanso.... es decir, los hábitos de conducta asociados al incremento de la secreción de serotonina.

Respecto a la tristeza, en su manifestación extrema, desadaptativa, la depresión, volvemos a destacar el uso de estrategias de modificación de conducta y cognitivas. Y además la utilización de la tercera de las habilidades de la inteligencia emocional, el optimismo.

La habilidad de motivarnos, el optimismo, es uno de los requisitos imprescindibles cara a la consecución de metas relevantes y tareas complejas, y se relaciona con un amplio elenco de conceptos psicológicos que usamos habitualmente: control de impulsos, inhibición de pensamientos negativos, estilo atributivo, nivel de expectativas, autoestima.:

·   El control de los impulsos, la capacidad de resistencia a la frustración y aplazamiento de la gratificación, parece ser una de las habilidades psicológicas más importantes y relevantes.

·   El control de los pensamientos negativos, veneno del optimismo, se relaciona con el rendimiento a través de la economía de los recursos atencionales; preocuparse consume los recursos que necesitamos para afrontar con éxito los retos vitales y académicos.

·   El estilo atributivo de los éxitos y fracasos, sus implicaciones emocionales y su relación con las expectativas de éxito es una teoría psicológica que contribuye enormemente a nuestra comprensión de los problemas de aprendizaje y a su solución.

·   La autoestima y su concreción escolar, autoconcepto académico o expectativas de autoeficacia, son conceptos que podemos relacionar con la teoría de la atribución; además consideramos al autoconcepto como uno de los elementos esenciales no sólo del proceso de aprendizaje escolar, sino también de salud mental y desarrollo sano y global de la personalidad.

La capacidad de motivarse a uno mismo se pone especialmente a prueba cuando surgen las dificultades, el cansancio, el fracaso, es el momento en que mantener el pensamiento de que las cosas irán bien, puede significar el éxito o el abandono y el fracaso (aparte de otros factores más cognitivos, como descomponer los problemas y ser flexibles para cambiar de métodos y objetivos).

El desarrollo del optimismo, la autoestima y la expectativa de éxito, están relacionados con las pautas de crianza y educación, evitando el proteccionismo y la crítica destructiva, favoreciendo la autonomía y los logros personales, utilizando el elogio y la pedagogía del éxito, complementado con la exigencia y la ayuda . 

A nivel escolar es muy relevante la evolución, estudiada por Martín Covington, de la comprensión que tienen los niños y niñas de la relación entre el esfuerzo, la capacidad y el logro que se produce desde la infancia hasta la adolescencia: inicialmente esfuerzo es sinónimo de capacidad; de los 6 a los 10 años el esfuerzo se complementa con el factor capacidad innata; a partir de los diez algunos toman mal que su trabajo se vuelva más duro y requiera más tiempo, por lo que comienzan a desarrollar hábitos de postergar o evitar el trabajo; y a partir de los 13 se vuelven pesimistas sobre sus posibilidades de éxito. Ante este problema la mejor intervención es la prevención y la supervisión y apoyo familiar y la enseñanza de la habilidad de administración del tiempo (recursos de salud mental, que evita el estrés y aumenta eficacia laboral), así como cultivar hobbys, pues contribuyen a crear hábitos de trabajo.

Finalizamos este recorrido por las habilidades de la inteligencia emocional, con la empatía, La capacidad de captar los estados emocionales de los demás y reacionar de forma apropiada socialmente (por oposición a la empatía negativa). En la base de esta capacidad están la de captar los propios estado emocionales y la de percibir los elementos no verbales asociados a las emociones. Su desarrollo pasa por fases como el contagio emocional más temprano, la imitación motriz, el desarrollo de habilidades de consuelo ... pero el desarrollo de la empatía está fundamentalmente ligado a las experiencias de apego infantil (los hijos maltratados que se convierten en maltratadores).

CONCLUSIÓN

Quiero concluir mi exposición destacando la importancia de mantener como objetivo educativo el desarrollo de la inteligencia emocional de nuestros alumnos por varias razones:

·   Primero, porque comparto plenamente el actual enfoque de la reforma sobre los objetivos educativos, al destacar la importancia de una formación integral que incluya el desarrollo de los aspectos emocionales y de relación interpersonal junto a los motrices, cognitivos y de inserción social.

·   Segundo, porque como he ido reflejando a lo largo de la exposición, el rendimiento académico está íntimamente relacionado con los aspectos emocionales tratados, manteniendo relaciones de dependencia e influencia mutua.

·   Tercero, porque como destaca Shapiro, el denominado Efecto Flinn supone la comprobación de cómo mientras que el CI ha aumentado unos 20 puntos en la población en general en lo que va de siglo, el coeficiente emocional parece estar disminuyendo vertiginosamente (fracaso escolar, violencia, delitos, embarazos no deseados, etc...). 

·   Y finalmente, porque como profesionales de la educación, tenemos una enorme repercusión en el desarrollo de las habilidades emocionales de nuestros alumnos/as, tanto a través del ejemplo en el trato directo como de la utilización de la inteligencia emocional en las distintas esferas de la vida de los centros educativos, contibuyendo a crear un clima institucional emocionalmente saludable.


5º parte

CÓMO ELABORAMOS UN
SENTIMIENTO EMOCIONAL

    Las emociones, en el sentido más restringido del término, son reacciones psico-físicas momentáneas. Los sentimientos engloban emociones, pero les añaden duración. ¿Cómo? Asociándolas a un pensamiento, imponiéndoles un ‘significado psicológico’.

La fórmula que construye el sentimiento es la siguiente:

EMOCIONES  +  PENSAMIENTO  =  SENTIMIENTO EMOCIONAL

(activación física)  +  (etiqueta cognitiva)  =  sentimiento emocional

 

Por ejemplo, si cuando entras en una sala donde hay un grupo y todos se ríen, tienes una respuesta física emocional (activación) y puedes pensar muchas cosas:

‘He hecho el ridículo’ = sentirás vergüenza

‘Se están divirtiendo, vamos a pasarla bien’ = sentirás alegría

‘Son maleducados’ = sentirás enojo

‘Creo que les gusto porque al entrar yo se han alegrado’ = sentirás aprecio

 

La forma en cómo nuestros pensamientos afectan nuestras emociones fue experimentado científicamente (Schachter).

Se administró una inyección a unos sujetos diciéndoles que era una preparación vitamínica cuyo efecto se quería probar (grupo A).

Al segundo grupo de sujetos se les dijo lo que era: una sustancia altamente estimulante (grupo B).

Después de la inyección, los pacientes fueron adscriptos a dos grupos. La mitad de los sujetos del grupo A (A1) y la mitad de los sujetos del grupo B (B1) hablaban, luego, con una persona que creían que también, como ellos, participaba como sujeto experimental (compinche), el cual se mostraba de mal talante. Las otras mitades de los grupos A y B lo hacían con otro supuesto sujeto (compinche), pero que se mostraba alegre.

Encontraron que la respuesta de los sujetos que no sabían que habían recibido un estimulante (grupo A) fue de una intensidad emocional mayor. Estos sujetos activados fisiológicamente, que recibieron adrenalina creyendo que eran vitaminas, se sintieron invadidos por la ira A1 (la mitad de los que hablaron con el colaborador antipático), o bien por la alegría A2 (la mitad de los que hablaron con el colaborador alegre), porque no sabían qué les pasaba y etiquetaban la fuerte descarga emocional que sentían pensando que su interlocutor los estaba ‘afectando’.

El grupo de sujetos conocedor de que se les había suministrado un estimulante (grupo B) no atribuía (no ‘etiquetaban cognitivamente’) sus reacciones como emoción y, por tanto, no experimentaban cólera ni alegría.

Así, en gran parte, lo que sentimos depende de lo que ‘decidimos’ pensar. Como consecuencia, podemos controlar en cierta medida cómo te sentimos mediante el pensamiento. Esta ‘cierta medida’ viene limitada porque en la vida real tenemos ideas preconcebidas de los objetos y la gente, y pensar diferente requiere cambiar de actitudes, lo cual no es tarea fácil.



6º parte

COMPETENCIAS EMOCIONALES

  Cada una de las 5 Habilidades Prácticas de la Inteligencia Emocional, fueron a su vez subdividas, por el Dr. Daniel Goleman, en diferentes competencias. Estas capacidades son:

Autoconciencia: Implica reconocer los propios estados de ánimo, los recursos y las intuiciones. Las competencias emocionales que dependen de la autoconciencia son:

- Conciencia emocional: identificar las propias emociones y los efectos que pueden tener.

- Correcta autovaloración: conocer las propias fortalezas y sus limitaciones.

- Autoconfianza: un fuerte sentido del propio valor y capacidad.

 

Autorregulación: Se refiere a manejar los propios estados de ánimo, impulsos y recursos. Las competencias emocionales que dependen de la autorregulación son:

- Autocontrol: mantener vigiladas las emociones perturbadoras y los impulsos.

- Confiabilidad: mantener estándares adecuados de honestidad e integridad.

- Conciencia: asumir las responsabilidades del propio desempeño laboral.

- Adaptabilidad: flexibilidad en el manejo de las situaciones de cambio.

- Innovación: sentirse cómodo con la nueva información, las nuevas ideas y las nuevas situaciones.

 

Motivación: Se refiere a las tendencias emocionales que guían o facilitan el cumplimiento de las metas establecidas.

- Impulso de logro: esfuerzo por mejorar o alcanzar un estándar de excelencia laboral.

- Compromiso: matricularse con las metas del grupo u organización.

- Iniciativa: disponibilidad para reaccionar ante las oportunidades.

- Optimismo: persistencia en la persecución de los objetivos, a pesar de los obstáculos y retrocesos que puedan presentarse.

 

Empatía: Implica tener conciencia de los sentimientos, necesidades y preocupaciones de los otros.

- Comprensión de los otros: darse cuenta de los sentimientos y perspectivas de los compañeros de trabajo.

- Desarrollar a los otros: estar al tanto de las necesidades de desarrollo del resto y reforzar sus habilidades.

- Servicio de orientación: anticipar, reconocer y satisfacer las necesidades reales del cliente.

- Potenciar la diversidad: cultivar las oportunidades laborales a través de distintos tipos de personas.

- Conciencia política: ser capaz de leer las corrientes emocionales del grupo, así como el poder de las relaciones entre sus miembros.

 

Destrezas sociales: Implica ser un experto para inducir respuestas deseadas en los otros. Este objetivo depende de las siguientes capacidades emocionales:

- Influencia: idear efectivas tácticas de persuasión.

- Comunicación: saber escuchar abiertamente al resto y elaborar mensajes convincentes.

- Manejo de conflictos: saber negociar y resolver los desacuerdos que se presenten dentro del equipo de trabajo.

- Liderazgo: capacidad de inspirar y guiar a los individuos y al grupo en su conjunto.

- Catalizador del cambio: iniciador o administrador de las situaciones nuevas.

- Constructor de lazos: alimentar y reforzar las relaciones interpersonales dentro del grupo.

- Colaboración y cooperación: trabajar con otros para alcanzar metas compartidas.

- Capacidades de equipo: ser capaz de crear sinergia para la persecución de metas colectivas.


7º parte

Educar los sentimientos

 

Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado los sentimientos propios o los ajenos. Con ello cuenta quien trata de enamorar a una persona, o de convencerle de algo, o de venderle cualquier cosa. Desde muy pequeños, aprendimos a controlar nuestras emociones y a también un poco las de los demás. El marketing, la publicidad, la retórica, siempre han buscado cambiar los sentimientos del oyente. Todo esto lo sabemos, y aún así seguimos pensando muchas veces que los sentimientos difícilmente pueden educarse. Y decimos que las personas son tímidas o desvergonzadas, generosas o envidiosas, depresivas o exaltadas, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si fuera algo que responde casi sólo a una inexorable naturaleza.

Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil de precisar. Pero sabemos también la importancia de la primera educación infantil, del fuerte influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Las disposiciones sentimentales pueden modelarse bastante. Hay malos y buenos sentimientos, y los sentimientos favorecen unas acciones y entorpecen otras, y por tanto favorecen o entorpecen una vida digna, iluminada por una guía moral, coherente con un proyecto personal que nos engrandece. La envidia, el egoísmo, la agresividad, la crueldad, la desidia, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de una adecuada educación de los correspondientes sentimientos, y son carencias que quebrantan notablemente las posibilidades de una vida feliz.

Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés. ¿Quién se ocupa de hacerlo? Es triste ver tantas vidas arruinadas por la carcoma silenciosa e implacable de la mezquindad afectiva. La pregunta es ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar? ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, estimulante y complejo. 

Conocimiento propio

 

Tales de Mileto, aquel pensador de la antigua Grecia que es considerado como el primer filósofo conocido de todos los tiempos, escribió hace 2.600 años que la cosa más difícil del mundo es conocernos a nosotros mismos, y la más fácil hablar mal de los demás.

Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática —gnosei seauton: conócete a ti mismo—, que recuerda una idea parecida.

Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos.

Conviene preguntarse con cierta frecuencia (y buscando la objetividad): ¿cómo es mi carácter? Porque es sorprendente lo beneficiados que resultamos en los juicios que hacen nuestros propios ojos. Casi siempre somos absueltos en el tribunal de nuestro propio corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de vista, dejando la exigencia para los demás. Incluso en los errores más evidentes encontramos fácilmente multitud de atenuantes, de eximentes, de disculpas, de justificaciones.

Si somos así, y parecemos ciegos para nuestros propios defectos, ¿cómo se puede mejorar? Mejoraremos procurando conocernos. Mejoraremos escuchando de buen grado la crítica constructiva que nos vayan haciendo con cualquier ocasión. Pero a eso se aprende sólo cuando uno es capaz de decirse a sí mismo las cosas, cuando es capaz de cantarle las verdades a uno mismo. Procura conocer cuáles son tus defectos dominantes. Procura sujetar esa pasión desordenada que sobresale de entre las demás, pues así es más fácil después vencer las restantes.

Para uno, su vicio capital será la búsqueda permanente de la comodidad, porque huye del trabajo con verdadero terror; para otro, quizá su mal genio o su amor propio exagerado, o su testarudez; para un tercero, a lo mejor su principal problema es la superficialidad o la frivolidad de sus planteamientos. Piénsalo. Cada uno de tus defectos es un foco de deterioro de tu carácter. Si no los vences a tiempo, si no les pones coto, te puede salir mal la partida de la vida.

Quizá lo que hace más delicada la formación del carácter es precisamente el hecho de que se trata de una tarea que requiere años, decenas de años. Ésa es su principal dificultad. 

Toth comparaba este trabajo a la formación de un cristal a partir de una disolución saturada que se va desecando. Las moléculas van ordenándose lentamente conforme a unas misteriosas leyes, en un proceso que puede durar horas, meses, o muchos años. Los cristales se van haciendo cada vez mayores y constituyendo formas geométricas perfectas, según su naturaleza..., siempre que, claro está, ningún agente externo estorbe la marcha de ese lento y delicado proceso de cristalización. Porque un estorbo puede hacer que acabe, en vez de en un magnífico cristal, en una simple agregación de pequeños cristales contrahechos.

Puede ser ése el principal error de muchos jóvenes, o quizá de sus padres. Pensar que aquellos reiterados estorbos en el camino de la delicada cristalización de su espíritu eran algo sin importancia. Y cuando advirtieron que habían cuajado en un carácter torcido y contrahecho, poco remedio quedaba ya.

¿Hay entonces en el carácter cosas que no tienen remedio? Siempre estamos a tiempo de reconducir cualquier situación. Ninguna, por terrible que fuera, determina un callejón sin salida. Pero no debe ignorarse que hay tropiezos que dejan huella, que suponen todo un trecho equivocado cuesta abajo que hay que desandar penosamente.

Piensa en esas malas costumbres, en esa terquedad que cuando eras niño resultaba graciosa y ahora se ha vuelto más espinosa y más dura. Piensa en cómo dominas tu genio, en cómo soportas la contrariedad. Piensa si no eres un cardo. Porque cardos surgen en todas las almas y es cuestión de saber eliminarlos cuando aún están tiernos. Esa solicitud y esa lucha continua es la educación.

Procura ver las cosas buenas de los demás, que siempre hay. Y cuando veas defectos, o algo que te parece a tí que son defectos, piensa si no los hay —esos mismos— también en tu vida. Porque a veces vemos: a un quejoso que se queja de que los demás se quejan; a un charlatán agotador que protesta porque otro habla demasiado; a uno que es muy individualista en el fútbol y luego se queja de que no le pasan el balón; que recrimina agriamente los errores a sus compañeros y luego resulta que él falla más que nadie; al típico personaje irascible que se rasga las vestiduras ante el mal genio de los demás. 

¿Por qué? Quizá sea efectivamente porque —no se sabe en virtud de qué misteriosa tendencia— proyectamos en los demás nuestros propios defectos.

El conocimiento propio también es muy útil para aprender a tratar a los demás. Hay, por ejemplo, padres impacientes a quienes con frecuencia se les escuchan frases como "le he dicho a esta criatura por lo menos cuarenta veces que..., y no hay manera". Y cabría preguntarse: bien, pero ¿y tú? ¿No te sucede a tí que te has propuesto también cuarenta veces muchas cosas que luego nunca logras hacer?

¿No podemos entonces exigir nada a los hijos porque nosotros somos peor que ellos...? No, por supuesto. Pero cuando alguien es consciente de sus propios defectos, la tarea de educar se ve muchas veces como una tarea que tiene bastante de compañerismo. Y se celebra el triunfo del otro y se sabe disculpar y disimular la derrota, porque se confía en que le llegarán también tiempos de victoria. Por eso no viene mal tener en la cabeza nuestros fallos y nuestros errores a la hora de corregir, para saber conjugar bien la exigencia con la comprensión.

 

Sentimientos de insatisfacción

 

Se dice que los dinosaurios se extinguieron porque evolucionaron por un camino equivocado: mucho cuerpo y poco cerebro, grandes músculos y poco conocimiento.

Algo parecido amenaza al hombre que desarrolla en exceso su atención hacia el éxito material, mientras su cabeza y su corazón quedan cada vez más vacíos y anquilosados. Quizá gozan de un alto nivel de vida, poseen notables cualidades, y todo parece apuntar a que deberían sentirse muy dichosos; sin embargo, cuando se ahonda en sus verdaderos sentimientos, con frecuencia se descubre que se sienten profundamente insatisfechos. Y la primera paradoja es que ellos mismos muchas veces no saben explicar bien por qué motivo.

En algunos casos, esa insatisfacción proviene de una dinámica de consumo poco moderado. Llega un momento en que comprueban que el afán por poseer y disfrutar cada día de más cosas, sólo se aplaca fugazmente con su logro, y ven cómo de inmediato se presentan nuevas insatisfacciones ante tantas otras cosas que aún no se poseen. Es una especie de tiranía (que ciertas modas y usos sociales facilitan que uno mismo se imponga), y hace falta una buena dosis de sabiduría de la vida para no caer en esa trampa (o para salir de ella), y evitarse así mucho sufrimiento inútil.

En otras personas, la insatisfacción proviene de la mezquindad de su corazón. Aunque a veces les cueste reconocerlo, se sienten avergonzadas de la vida que llevan, y si profundizan un poco en su interior, descubren muchas cosas que les hacen sentirse a disgusto consigo mismas (y eso les lleva con frecuencia a maltratar a los demás, por aquello de que quien la tiene tomada consigo mismo, la acaba tomando con los demás).

En cambio, quien ha sabido seguir un camino de honradez y de verdad, desoyendo las mil justificaciones que siempre parecen encubrir cualquier claudicación ("lo hace todo el mundo", "se trata sólo de una pequeña concesión excepcional", "no hago daño a nadie", etc.), quien logra mantener la rectitud y rechazar esas justificaciones, se sentirá habitualmente satisfecho, porque no hay nada más ingrato que convivir con uno mismo cuando se es un ser mezquino.

Otras veces, la insatisfacción se debe a algún sentimiento de inferioridad. Otras, tiene su origen en la incapacidad para lograr dominarse a uno mismo, como sucede a esas personas que son arrolladas por sus propios impulsos de cólera o agresividad, por la inmoderación en la comida o la bebida, etc., y después, una vez recobrado el control, se asombran, se arrepienten y sienten un profundo rechazo de sí mismas. (1)

También las manías son una fuente de sentimientos de insatisfacción. Si se deja que arraiguen, pueden llegar a convertirse en auténticas fijaciones que dificultan llevar una vida psicológicamente sana. Además, si no se es capaz de afrontarlas y superarlas, con el tiempo tienden a extenderse y multiplicarse.

Algo parecido podría decirse de las personas que viven dominadas por sentimientos relacionados con la soledad, de los que suele costar bastante salir, unas veces por una actitud orgullosa (que les impide afrontar el aislamiento que padecen y se resisten a aceptar que estén realmente solas), otras porque no saben adónde acudir para ampliar su entorno de amistades, y otras porque les falta talento para relacionarse.

Incluso personas con una intensa vida social también pueden sentirse a veces muy solas e insatisfechas: quizá porque su exuberante actividad puede ser superficial y encubrir una soledad mal resuelta; o porque sus contactos y relaciones pueden estar mantenidos casi exclusivamente por interés; o porque son personas de fama o de éxito, y perciben ese trato social como poco personal, o como adulación; etc. Y también puede suceder lo contrario, y una soledad puede ser sólo aparente: hay personas que creen importar poco a los demás, y un buen día sufren algo más extraordinario y se sorprenden de la cantidad de personas que les ofrecen su ayuda (la satisfacción que sienten entonces da una idea de la importancia de estar cerca de quien pasa por un momento de mayor dificultad).

En cualquier caso, saber de dónde provienen los sentimientos de insatisfacción es decisivo para abordarlos con acierto y así gobernar con eficacia la propia vida afectiva.

 

Repertorio emocional

 

Para establecer una relación positiva con los demás, y poder así decirse las cosas de forma fluida y sin acritud, es preciso cultivar toda una serie de capacidades destinadas a combatir la negatividad y a establecer una relación no defensiva con los demás.

El principal obstáculo es que probablemente en nuestro interior tenemos grabadas unas respuestas emocionales negativas que no es fácil cambiar de la noche a la mañana (2). Por eso hemos de poner esfuerzo en familiarizarnos con respuestas emocionales más positivas, de modo que, con el tiempo, las vayamos evocando de forma más natural y espontánea, en la medida que las incorporemos más a nuestro repertorio emocional. Algunos ejemplos de esas capacidades emocionales pueden ser los siguientes:

Tranquilizarse a uno mismo, pues al enfadamos perdemos bastante de nuestra capacidad de escuchar, pensar y hablar con claridad, y la excitación del enfado tiende a generar un enfado mayor si uno no se da un tiempo muerto hasta lograr tranquilizarse.

Desintoxicarse de pensamientos negativos hipercríticos, que suelen ser los principales desencadenantes de conflictos. Cuando logramos darnos cuenta de que nos embargan pensamientos de ese tipo, y nos decidimos a hacerles frente, el problema suele estar ya casi resuelto.

Escuchar y hablar de modo que nuestras palabras no despierten la defensividad del interlocutor, es decir, que no las perciba como críticas u hostiles. De modo análogo, hemos de esforzarnos en escuchar a los demás sin interpretar como un ataque lo que quizá es una simple queja o una observación bienintencionada.

Detectar temas, momentos o situaciones de hipersensibilidad. Si observamos una actitud de defensividad en una determinada persona, será una manifestación clara de que el tema que se está tratando reviste importancia para ella (y que por tanto conviene andarse con especial tacto), o que en ese momento está alterada por algo, o que hay alguna razón por la que nuestra relación con esa persona se ha dañado, en poco o en mucho. Por ejemplo, si observamos que le ha contrariado que interrumpamos una explicación suya, podemos terciar, sin acritud, diciendo: "perdona, que te he interrumpido; di lo que ibas a decir".

Centrarse en los temas, sin enredarse en detalles nimios o en cuestiones colaterales que entorpecen el diálogo.

No derivar hacia el ataque personal. Siempre es mejor, por ejemplo, decir un "me ha incomodado que llegues tarde y no me hayas avisado", que soltar un "eres un desconsiderado y un egoísta".

Disculparnos cuando advirtamos que nos hemos equivocado, y asumir con sencillez la responsabilidad que nos corresponda por nuestros errores.

Procurar reflejar el estado emocional del interlocutor. Si, por ejemplo, alguien nos expresa una queja o una preocupación que le cuesta manifestar, hemos de procurar reflejar que nos hacemos cargo de lo que siente en ese momento.

Ser generosos en el reconocimiento de los méritos de los demás, y no escamotear, cuando sea oportuno, los elogios razonables que destaquen y alaben explícitamente las cualidades del otro.

 

Control de la preocupación

 

Por lo general, la espiral de la preocupación, y con ella, la de la ansiedad, entorpece de tal modo el funcionamiento intelectual que pueden llegar a disminuir seriamente su rendimiento personal.

Bastantes estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a preocuparse y caer en estados de ansiedad, y esto afecta negativamente a sus resultados académicos.

Mientras, a otros, el estado de preocupación, por ejemplo ante un examen, estimula su intensidad en el estudio, y gracias a eso logran un rendimiento mucho mayor.

Ésa es la cuestión que conviene analizar: por qué a unos les estimula y a otros les paraliza.

Según unos amplios estudios realizados por Richard Alpert, la diferencia entre unos y otros está en la forma de abordar esa sensación de inquietud que les invade ante la inminencia de un examen. A unos, la misma excitación y el interés por hacer bien el examen les lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; en otros casos, sin embargo, cuando se trata de personas ansiosas, sus pensamientos negativos (del estilo de «no seré capaz de aprobar», «se me dan mal este tipo de exámenes», «no sirvo para las matemáticas», etc.) sabotean sus esfuerzos, y la excitación interfiere con el discurso mental necesario para el estudio y enturbia después su claridad también durante la realización del examen.

Las preocupaciones que tiene una persona mientras hace un examen reducen los recursos mentales disponibles para hacerlo bien. En ese sentido, si estamos demasiado preocupados por suspender, dispondremos de mucha menos atención para discurrir sobre lo que nos han preguntado y expresar una respuesta adecuada. Es así como las preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso.

En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria —ante la cercanía de un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una entrevista importante— para motivarse a sí mismos, prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo mejor.

Se trata de encontrar un punto medio —volvemos aquí de nuevo a la necesidad de un equilibrio— entre la ansiedad y la apatía, pues el exceso de ansiedad lastra el esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de ansiedad —en el sentido de indolencia, se entiende— genera apatía y desmotivación.

Por eso, un cierto entusiasmo —incluso algo de euforia en algunas ocasiones— resulta muy positivo en la mayoría de las tareas humanas, sobre todo para las de tipo más creativo. Pero cuando la euforia crece demasiado o se descontrola, se convierte en un estado en el que la agitación socava toda capacidad de pensar de un modo lo suficientemente coherente como para que las ideas fluyan con acierto y realismo (3).

Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y sensatez ante cuestiones complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones humanas. Por eso, una forma de ayudar a alguien a abordar con acierto sus problemas es procurar que se sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas gozan de una predisposición que les lleva a pensar de una forma más abierta y positiva, y gracias a eso poseen una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor.

Los estados de ánimo negativos, en cambio, sesgan nuestros recuerdos en una dirección negativa, haciendo más probable que nos retiremos hacia decisiones más apocadas, temerosas y suspicaces.

Empatía

 

Es la hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin prestarle atención..., excepto Roger.

Roger se detiene junto a él, le observa, espera a que se calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y conciliador: "¡vaya, yo también me he hecho daño!"

Esta escena es observada por un equipo investigador que dirigen Tomas Hatch y Howard Gardner, en una escuela norteamericana.

Al parecer, Roger tiene una extraordinaria habilidad para reconocer los sentimientos de sus compañeros de guardería y para establecer un contacto rápido y amable con ellos. Fue el único que se dio cuenta del estado y el sufrimiento de su compañero, y también fue el único que trató de consolarle, aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor: un gesto que denota una habilidad especial para las relaciones humanas y que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un conjunto de talentos que irán floreciendo a lo largo de su vida.

Al término de su estudio sobre el comportamiento infantil en la escuela, estos investigadores propusieron una serie de habilidades que reflejan el talento social de una persona:

Capacidad de liderazgo, es decir, de movilizar y coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Es una capacidad que se apunta ya en el patio del colegio, cuando en el recreo surge un niño o una niña —siempre los hay— que decide a qué jugarán, y cómo; y que pronto acaba siendo reconocido por todos como líder del grupo.

Capacidad de negociar soluciones, o sea, de mediar entre las personas para evitar la aparición de conflictos o para solucionar los ya existentes. Son los niños —también los hay siempre— que suelen resolver las pequeñas disputas que se producen en el patio de recreo. 

Capacidad de establecer conexiones personales, esto es, de dominar el sutil arte de las relaciones humanas que requieren la amistad, el amor o el trabajo en equipo. Es la habilidad que acabamos de señalar en Roger: son esos niños que saben llevarse bien con todos, que saben reconocer el estado emocional de los demás, y que suelen ser por ello muy queridos por sus compañeros.

Capacidad de análisis social, es decir, de detectar e intuir los sentimientos, motivos e intereses de las personas. Son los niños que desde muy pronto se sitúan sobre cómo son los demás compañeros o profesores, y demuestran una intuición muy notable.

El conjunto de esas habilidades —que, insistimos, son al tiempo innatas y adquiridas— constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal, y es el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social y del carisma personal. Habilidades que reportan una indudable ventaja en la vida familiar, en la amistad, en el mundo laboral o en muchos otros ámbitos de la existencia.

Como ha señalado Daniel Goleman, esas personas socialmente inteligentes saben controlar la expresión de sus emociones, conectan más fácilmente con los demás, captan enseguida sus reacciones y sentimientos, y gracias a eso pueden reconducir o resolver los conflictos que aparecen siempre en cualquier interacción humana. Muchos son también líderes naturales, que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y guiar a un grupo hacia el logro de sus objetivos. Son, en cualquier caso, el tipo de personas con quienes a los demás les gusta estar porque hacen siempre aportaciones constructivas y transmiten buen humor y sentido positivo.

 

Capacidad de demorar la gratificación

 

En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte este chocolate, pero si esperas a que yo vuelva, te daré dos.»

Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para los chicos de esa edad. Se planteaba en ellos un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse el chocolate y el deseo de contenerse para lograr más adelante un objetivo mejor.

Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona, pues no puede olvidarse que tal vez no hay habilidad psicológica más esencial que la capacidad de resistir el impulso. Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no siempre ese deseo será oportuno (4).

El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más de quince años.

En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre el chocolate a los pocos segundos de quedarse solos en la habitación.

Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de demorar la gratificación y, por tanto, el autocontrol emocional, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de experimentadores fue el modo en que aquellos chicos soportaron la espera: volverse para no ver el chocolate, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.

Pero lo más sorprendente vino unos cuantos años después, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de los chicos y chicas que en su infancia habían logrado resistir aquella espera, luego en su adolescencia eran notablemente más emprendedores, equilibrados y sociables.

Aquel estudio comparativo revelaba que —en términos de conjunto— quienes en su momento superaron la prueba del chocolate fueron luego, diez o doce años después, personas mucho menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes.

Como es natural, no es que el futuro esté ya predeterminado para cada persona desde su nacimiento, entre otras cosas porque no puede olvidarse que a los cuatro años se ha recibido ya mucha educación. Hay, sin duda, toda una herencia genética, un temperamento innato que influye bastante, pero no es ése el factor principal. Un niño de cuatro años puede haber aprendido a ser obediente o desobediente, disciplinado o caprichoso, ordenado o desordenado, como bien puede atestiguar, por ejemplo, cualquier padre o madre de familia, o cualquier persona que trabaje en un preescolar.

Es indudable que el tipo de educación que había recibido cada uno de esos chicos influyó sin duda decisivamente en el resultado de aquella prueba de los chocolates. Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que aquella investigación vino a resaltar es cómo las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.

Es cierto que, en aquella prueba de los chocolates, habría sido quizá más acertado proponer una prueba que destacara esa capacidad de demorar la gratificación de un modo más positivo, menos material. En todo caso, sirve para mostrar cómo los chicos de cuatro años poseen ya importantes capacidades emocionales (como percibir la conveniencia de reprimir un impulso, o saber desviar su atención de la tentación presente), y que educarles en esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo futuro.

La capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación para alcanzar otras metas —ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o mantener unos principios éticos—, constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en la tarea de educación —o de autoeducación— pueda hacerse por estimular esa capacidad será de una gran trascendencia.


 (1)  Son distintos roles del Ego, todos ellos inestables.
 (2)  Son engramas que se graban en la mente reactiva automática.
 (3)  En ese caso la euforia excesiva crearía dispersión.
 (4)  Es muy difícil controlar las pulsiones de la mente reactiva inconsciente.

 


8º parte

LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
 y los trastornos fisiológicos

Artículo de Ana F. Redondo.

 

Uno de los dogmas de la cultura occidental ha sido el concepto de inteligencia, entendida ésta como el coeficiente intelectual, o sea, como aquello que miden los tests de inteligencia. Lo único que medían los tests eran las capacidades (lingüísticas, matemáticas...) propias del rendimiento académico. Existen muchos inconvenientes por parte del C. I. a la hora de medir la inteligencia por lo que a partir de los años cincuenta de nuestro siglo se produjo el descrédito de los citados tests. Se vio que el propio Stanfor-Binet está influido por factores culturales. Lo que miden estos tests no es sólo la inteligencia sino también la cultura de los sujetos.

En contraposición a este concepto de inteligencia sale hoy en día a la luz el concepto de inteligencia emocional que comprende aptitudes como las habilidades sociales. Según esto, el coeficiente de inteligencia no es el único que mide el éxito profesional, social o sentimental sino otros factores como la motivación, el optimismo, la empatía o el autocontrol.

La inteligencia emocional está en la base de muchos procesos físicos. Podemos decir que existe un vínculo fisiológico directo entre las emociones y el sistema inmunológico que pone de manifiesto la relevancia clínica de las emociones. Los fisiólogos, los médicos y hasta los biólogos consideraban que el cerebro y el sistema inmunológico eran entidades independientes e incapaces de influirse mutuamente. Determinados experimentos han cambiado nuestro criterio sobre las relaciones existentes entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso central. Con esto se da origen a una nueva ciencia, la psiconeuroinmunología, la vanguardia de la medicina hoy en día. El mismo nombre de esta ciencia da cuenta del vínculo existente entre la mente (psico), el sistema neuroendocrino que subsume el sistema nervioso y el sistema hormonal (neuro), y el término inmunología que se refiere al sistema inmunológico.

Existen, sin duda, emociones tóxicas, emociones negativas que debilitan la eficacia de distintos tipos de células inmunológicas. Cada vez son más los médicos que reconocen la incidencia de las emociones en el desarrollo de la enfermedad. Un ejemplo, el pánico y la ansiedad aumentan la tensión arterial. Con ello las venas dilatadas por la presión sanguínea sangran más profusamente y ésta es una de las principales complicaciones a las que se enfrenta cualquier intervención quirúrgica. Estos datos son anecdóticos, pero demuestran lo nocivas que pueden resultar para la salud las emociones perturbadoras. Por el contrario, los sentimientos positivos albergan beneficios clínicos (1). A pesar de conocerse este dato, según Daniel Goleman en su libro "Inteligencia emocional", la inmensa mayoría de los médicos siguen mostrándose reacios a aceptar la relevancia clínica de las emociones. Si se presta atención a emociones concretas como la ira y la ansiedad no cabe duda de su relevancia clínica, aunque los mecanismos biológicos concretos mediante los cuales actúan todavía no hayan sido desentrañados.

Para mostrar que las emociones negativas son un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad podemos simplemente hablar del estrés. Las personas que siempre tienen prisa, por ejemplo, padecen una elevación de la tensión sanguínea que constituye un grave factor de riesgo para las enfermedades cardíacas. O podemos hablar de las enfermedades infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes. Nuestro sistema inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos en los que el estrés emocional disminuye nuestras defensas. La vulnerabilidad a estos virus de las personas preocupadas y alteradas es mucho mayor. La importancia médica del estrés es tal que las técnicas de relajación orientadas a reducir la excitación fisiológica negativa se están utilizando clínicamente, según Goleman, para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas entre las que se incluyen, entre otras, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico.

Si las diversas formas de angustia emocional crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de emociones puede ser tonificante. No se dice con ello que las emociones positivas sean curativas e inviertan el curso de una dolencia, pero sí pueden desempeñar un importante papel en el conjunto de variables que afectan al curso de una enfermedad (2). Podemos concluir diciendo que el pesimismo tiene su precio mientras que el optimismo supone considerables ventajas. Asimismo, la esperanza constituye un factor curativo que nos permite superar los retos que nos presenta la vida.

(1) La euforia es un estado de excitación psíquica positiva que protege a la persona de los trastornos psicosomáticos.

(2) La alegría es un sentimiento de placer que contrarresta estados emocionales perjudiciales y evita en muchos casos que el ser humano canalice síntomas negativos.


9º parte

 

EL CEREBRO EMOCIONAL

  El cerebro humano está formado por varias zonas diferentes que evolucionaron en distintas épocas. Cuando en el cerebro de nuestros antepasados crecía una nueva zona, generalmente la naturaleza no desechaba las antiguas; en vez de ello, las retenía, formándose la sección más reciente encima de ellas.

Esas primitivas partes del cerebro humano siguen operando en concordancia con un estereotipado e instintivo conjunto de programas que proceden tanto de los mamíferos que habitaban en el suelo del bosque como, más atrás aún en el tiempo, de los toscos reptiles que dieron origen a los mamíferos.

La parte más primitiva de nuestro cerebro, el llamado ‘cerebro reptil’, se encarga de los instintos básicos de la supervivencia -el deseo sexual, la búsqueda de comida y las respuestas agresivas tipo ‘pelea-o-huye’.

En los reptiles, las respuestas al objeto sexual, a la comida o al predador peligroso eran automáticas y programadas; la corteza cerebral, con sus circuitos para sopesar opciones y seleccionar una línea de acción, obviamente no existe en estos animales.

Sin embargo, muchos experimentos han demostrado que gran parte del comportamiento humano se origina en zonas profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un tiempo dirigieron los actos vitales de nuestros antepasados (1).

‘Aun tenemos en nuestras cabezas estructuras cerebrales muy parecidas a las del caballo y el cocodrilo’, dice el neurofisiólogo Paul MacLean, del Instituto Nacional de Salud Mental de los EE.UU.

Nuestro cerebro primitivo de reptil, que se remonta a más de veinte millones de años de evolución, nos guste o no nos guste reconocerlo, aún dirige parte de nuestros mecanismos para cortejar, casarse, buscar hogar y seleccionar dirigentes. Es responsable de muchos de nuestros ritos y costumbres (y es mejor que no derramemos lágrimas de cocodrilo por esto).

EL SISTEMA LÍMBICO O CEREBRO EMOCIONAL

El sistema límbico, también llamado cerebro medio, es la porción del cerebro situada inmediatamente debajo de la corteza cerebral, y que comprende centros importantes como el tálamo, hipotálamo, el hipocampo, la amígdala cerebral (no debemos confundirlas con las de la garganta).

Estos centros ya funcionan en los mamíferos, siendo el asiento de movimientos emocionales como el temor o la agresión.

En el ser humano, estos son los centros de la afectividad, es aquí donde se procesan las distintas emociones y el hombre experimenta penas, angustias y alegrías intensas.

El papel de la amígdala como centro de procesamiento de las emociones es hoy incuestionable. Pacientes con la amígdala lesionada ya no son capaces de reconocer la expresión de un rostro o si una persona está contenta o triste. Los monos a las que fue extirpada la amígdala manifestaron un comportamiento social en extremo alterado: perdieron la sensibilidad para las complejas reglas de comportamiento social en su manada. El comportamiento maternal y las reacciones afectivas frente a los otros animales se vieron claramente perjudicadas.

Los investigadores J. F. Fulton y D. F. Jacobson, de la Universidad de Yale, aportaron además pruebas de que la capacidad de aprendizaje y la memoria requieren de una amígdala intacta: pusieron a unos chimpancés delante de dos cuencos de comida. En uno de ellos había un apetitoso bocado, el otro estaba vacío. Luego taparon los cuencos. Al cabo de unos segundos se permitió a los animales tomar uno de los recipientes cerrados. Los animales sanos tomaron sin dudarlo el cuenco que contenía el apetitoso bocado, mientras que los chimpancés con la amígdala lesionada eligieron al azar; el bocado apetitoso no había despertado en ellos ninguna excitación de la amígdala y por eso tampoco lo recordaban.

El sistema límbico está en constante interacción con la corteza cerebral. Una transmisión de señales de alta velocidad permite que el sistema límbico y el neocórtex trabajen juntos, y esto es lo que explica que podamos tener control sobre nuestras emociones.

Hace algunos miles de años aparecieron los primeros mamíferos superiores. La evolución del cerebro dio un salto cuántico. Por encima del bulbo raquídeo y del sistema límbico la naturaleza puso el neocórtex, el cerebro racional (2).

A los instintos, impulsos y emociones se añadió de esta forma la capacidad de pensar de forma abstracta y más allá de la inmediatez del momento presente, de comprender las relaciones globales existentes, y de desarrollar un yo consciente y una compleja vida emocional.

Hoy en día la corteza cerebral, la nueva y más importante zona del cerebro humano, recubre y engloba las más viejas y primitivas. Esas regiones no han sido eliminadas, sino que permanecen debajo, sin ostentar ya el control indisputado del cuerpo, pero aún activas (3).

La corteza cerebral no solamente ésta es el área más accesible del cerebro: sino que es también la más distintivamente humana. La mayor parte de nuestro pensar o planificar, y del lenguaje, imaginación, creatividad y capacidad de abstracción, proviene de esta región cerebral.

Así, pues, el neocórtex nos capacita no sólo para solucionar ecuaciones de álgebra, para aprender una lengua extranjera, para estudiar la Teoría de la Relatividad o desarrollar la bomba atómica. Proporciona también a nuestra vida emocional una nueva dimensión.

Amor y venganza, altruismo e intrigas, arte y moral, sensibilidad y entusiasmo van mucho más allá de los rudos modelos de percepción y de comportamiento espontáneo del sistema límbico.

Por otro lado -esto se puso de manifiesto en experimentos con pacientes que tienen el cerebro dañado-, esas sensaciones quedarían anuladas sin la participación del cerebro emocional. Por sí mismo, el neocórtex sólo sería un buen ordenador de alto rendimiento.

Los lóbulos prefrontales y frontales juegan un especial papel en la asimilación neocortical de las emociones. Como manager’ de nuestras emociones, asumen dos importantes tareas:

·     En primer lugar, moderan nuestras reacciones emocionales, frenando las señales del cerebro límbico.

·     En segundo lugar, desarrollan planes de actuación concretos para situaciones emocionales. Mientras que la amígdala del sistema límbico proporciona los primeros auxilios en situaciones emocionales extremas, el lóbulo prefrontal se ocupa de la delicada coordinación de nuestras emociones.

(1) Los primeros seres humanos copiaron esa conducta debido a su mente reactiva impulsiva.

(2) Ese fue el comienzo de la mente analítica.

(3) Mientras el ego (fruto de la mente reactiva impulsiva) domine al ser humano, las reacciones negativas van a estar un par de pasos adelante de las conductas racionales.


10º parte

 

EL BUEN ÁNIMO

"La felicidad humana no es producto de los grandes acontecimientos de la vida, sino de las pequeñas vivencias cotidianas", escribió Benjamin Franklin en su autobiografía. Casi dos siglos después de que muriera este sagaz político y científico, los expertos le siguen dando la razón. 

Según los sociólogos David Myers y Ed Diener, las desgracias y los golpes de fortuna tan sólo ejercen una influencia pasajera sobre el estado de ánimo, que suele regresar a su nivel habitual al cabo de un tiempo. El plazo depende del temperamento de cada persona.

CLAVES PARA EL BUEN ÁNIMO

Tener cubiertas las necesidades básicas.  Comenta la revista Forbes que aquellos seres humanos que han incrementado su fortuna en forma masiva, el 37% de ellos cree ser más desgraciado que la media de la población. No comparto ese punto de vista, aunque creo que el buen ánimo también se basa en el equilibrio económico.

Relacionarse con los demás. Numerosos estudios han demostrado que la gente que necesita de otra gente es en realidad la más feliz, y es también la que menos probabilidades tiene de sufrir una depresión.

Sentirse cómodo en el trabajo. "Las personas que trabajan en profesiones creativas que permiten aportaciones personales para conseguir objetivos son, en general, mucho más positivas", afirma César Díaz-Carrera. "Lograr los retos que nos planteamos en el trabajo es una forma constante de superación", añade "y la superación es una de las bases del optimismo". Por este motivo, se aconseja plantearse retos en todos los niveles de la vida.

La autoestima. "Todos somos lo que creemos ser", afirma Andrew Matthews en su libro Por favor, sea feliz’. Nuestra propia imagen determina exactamente cómo nos comportamos. "Si nos aborrecemos, también aborreceremos a los demás; cuando nos encanta ser quienes somos, todo el mundo nos resulta maravilloso", añade Matthews. Un estudio de la Universidad de Michigan comprobó que el primer valor que consideraban los norteamericanos para ser felices, era quererse a sí mismos.

Tener autocontrol. Séneca escribió: "El más poderoso es aquél que tiene poder sobre sí mismo". El psicólogo de la Universidad de Stanford, Albert Bandura, dedicó años a estudiar la eficacia personal, es decir, la autoconfianza en producir los efectos que se desean. Dedujo que a las personas que creían que conseguían las cosas por su propio esfuerzo, apenas les afectaban las predicciones negativas de los demás.

Seguir una dieta equilibrada. Según un estudio elaborado por el Instituto Nacional de Alcoholismo de Bethesda, en Estados Unidos, llevar una dieta escasa en ácidos grasos poliinsaturados –presentes en casi todos los pescados azules, como sardinas, boquerones, atún o salmón– puede bajar el estado de ánimo. Sin embargo, no es aconsejable abusar de las grasas vegetales, que se encuentran por ejemplo en las espinacas, el arroz, el vino y la cerveza, por su alto contenido en vanadio, cuyo exceso provoca leves depresiones. Tampoco conviene mezclar proteínas indiscriminadamente, ya que producen digestiones pesadas que, a la larga, conducen hasta las úlceras, una de las afecciones que peor humor genera.

Sonreír. Hace más de cien años, el neurólogo francés Guilliane Duchenne de Boulogne comenzó a estudiar qué es lo que se escondía detrás de una sonrisa. Hoy se sabe que puede resultar contagiosa y mejorar todavía más un buen estado de ánimo. Por ello, los investigadores sobre el humor recomiendan este sencillo ejercicio cuando se pasen momentos difíciles: mirarse al espejo y sonreír. Esta expresión facial genera la emoción correspondiente, de forma que si vemos el reflejo de una sonrisa, comenzaremos a sentirnos mejor. 


11º parte

El Ego

El ego adopta muy diferentes disfraces. Si lo buscas dentro de tí, lo hallarás por todas partes. Sin embargo, cuida de no utilizar esos descubrimientos para desalentarte.

El ego te afecta en tu propia casa. Una mirada autocrítica a tu vida familiar revelará muchas áreas en que el ego la ha empobrecido y te ha llevado por un camino equivocado. Pongamos ejemplos:

Marido que interrumpe a su esposa —o viceversa— y no escucha lo que le dice, como si sus propias opiniones fueran las únicas que merecen ser tenidas en cuenta. 

Madre que no quiere corregir a su hijo por temor a perder el afecto del niño. 

Marido que llega tarde a cenar y no avisa porque es él quien manda

Hijo consentido que casi nunca ayuda en nada y se queja constantemente de todo. 

Más ejemplos en la vida diaria fuera del hogar:

Estás dando vueltas en busca de aparcamiento en el centro de la ciudad, cuando alguien te corta el paso y ocupa el espacio libre que tenías delante. Te pones furioso, le increpas, te embarga una ira desproporcionada. 

Llegas a la oficina y entregas a tu secretaria el trabajo bruscamente y le das órdenes de forma desconsiderada y altiva, sin dar las gracias ni mostrarte amable. 

Eres médico o abogado, y un cliente acude a tí con un problema, y resulta ser un poco premioso, y te impacientas con él y le apabullas con la jerga médica o jurídica. 

Estás en la cola, a la espera de hacer una compra, y a una anciana que tienes delante le resulta difícil contar el dinero; te mueves con impaciencia y suspiras sonoramente con exasperación. 

En la medida en que tú erradiques el ego de tu vida, integrándolo a tu espíritu, desaparecerá de la familia y tendrá menos arraigo en tu entorno personal. Piensa que en una gran parte de esos ejemplos los hijos son espectadores, y es entonces cuando van formando sus criterios de conducta.

No te estoy hablando simplemente de cuidar los modales. Piensa en cuál es tu forma de pensar acerca de tí y de los demás:

Cada vez que actúas con superioridad o humillante condescendencia para con los demás, has caído en uno de los roles del ego. 

Cuando increpas a un conductor un poco torpe, criticas a tu cónyuge o tratas a un camarero como si fuera un esclavo, agredes la dignidad de alguien que la merece toda. 

Cuando parece que disfrutas diciendo que no, porque así te das aires de mucho mando, o cuando produces actitudes serviles ante tí, degradas a esas personas y te degradas a tí mismo. 

Cuando —quizá incluso siendo pacifista— te olvidas de la paz en tu vida cotidiana, y resulta que eres peleón y encizañador en tu trabajo, intolerante con tu marido o tu mujer, excesivamente duro con tus hijos, despectivo con tu suegra, o áspero con tu portero y tus vecinos, entonces demuestras que ninguna de tus teorías para la paz del mundo tiene sitio en tu propia casa.

Son agresiones que demuestran egocentrismo, y los hijos lo ven, y lo asumen casi sin darse cuenta. Uno a uno, cada uno de estos episodios no significan gran cosa. Pero cuando el orgullo se hace fuerte en esos detalles que empiezan a acumularse, puede convertirte en un gran deseducador en la familia.

 

El mal genio

 

Sería muy interesante que pasáramos por el tamiz de nuestra propia ironía las razones que nos llevan a discutir. Con frecuencia nos parecerían ridículas. Descubriríamos que la amargura que deja toda polémica desabrida es un sabor que no vale la pena probar. Y descubriríamos que habitualmente resultará más grato y más enriquecedor buscar las cosas que unen, en vez de las que separan.

Y que cuando haya que contrastar ideas lo hagamos con elegancia, sin olvidar aquello que decía Séneca de que la verdad se pierde en las discusiones prolongadas.

Algunas personas parece como si se rodearan de alambre de espino, como si se convirtieran en un cactus, que se encierra en sí mismo y pincha.

Y luego, sorprendentemente, se lamentan de no tener compañía, o de que les falta el afecto de sus hijos, o de sus padres, o de sus conocidos.

La verdad es que todos, cuando pasa el tiempo, casi siempre acabamos por lamentar no haber tratado mejor a las personas con las que hemos convivido: Dickens decía que en cuanto se deja atrás un lugar, empieza uno a perdonarlo.

Cuando nos enfadamos se nos ocurren muchos argumentos, pero muchos de ellos nos parecerían ridículos si los pudiéramos contemplar unos días o unas horas más tarde, grabados en una cinta de vídeo.

Algunos piensan que más vale dar unas voces y desahogarse de vez en cuando, que ir cargándose de resentimiento reprimido. Quizá no se dan cuenta de que la cólera es muy peligrosa, porque en un momento de enfado podemos producir heridas que tardan luego mucho en cicatrizar.

Hay personas que viven heridas por un comentario sarcástico o burlón, o por una simpleza estúpida que a uno se le escapó en un momento de enfado, casi sin darse cuenta de lo que hacía, y que quizá mil veces se ha lamentado de haber dicho.

Los enfados suelen ser contraproducentes y pueden acabar en espectáculos lamentables, porque cuando un hombre está irritado casi siempre sus razones le abandonan. Y de cómo sus efectos suelen ser más graves que sus causas nos da la historia un claro testimonio.

¿Entonces, no hay que enfadarse nunca? Fuller decía que hay dos tipos de cosas por las que un hombre nunca se debe enfadar: por las que tienen remedio y por las que no lo tienen. Con las que se pueden remediar, es mejor dedicarse a buscar ese remedio sin enfadarse; y con las que no, más vale no discutir si son inevitables.

A veces, el ponerse serio puede ser incluso formativo, por ejemplo para remarcar a los hijos que algo que han hecho está mal, pero hay que estar equilibrado para no pasar de la seriedad al enfado.

Es verdad que debido al ego, el ánimo tiene sus tiempos atmosféricos. Que un día te inunda el buen humor como la luz del sol, y otro, sin saber tú mismo bien por qué, te agobia una niebla pesada y basta un chubasco, el más leve contratiempo, un malestar pasajero, para ponerte de mal humor. Pero debemos hacer todo lo posible para adueñarnos de nuestro humor y no dejarnos llevar a su merced.

 

El control de la ira

 

Cuando alguien recibe un agravio, o algo que le parece un agravio, si es persona poco capaz de controlarse, es fácil que eso le parezca cada más ofensivo, porque su memoria y su imaginación avivan dentro de él un gran fuego gracias a que da vueltas y más vueltas a lo que ha sucedido.

La pasión de la ira tiene una enorme fuerza destructora. La ira es causa de muchas tragedias irreparables. Son muchas las personas que por un instante de cólera han arruinado un proyecto, una amistad, una familia. Por eso conviene que antes de que el incendio tome cuerpo, extingamos las brasas de la irritación sin dar tiempo a que se propague el fuego.

La ira es como un animal impetuoso que hemos de tener bien asido de las bridas. Si cada uno recordamos alguna ocasión en que, sintiendo un impulso de cólera, nos hayamos refrenado, y otro momento en que nos hayamos dejado arrastrar por ella, comparando ambos episodios podremos fácilmente sacar conclusiones interesantes. Basta pensar en cómo nos hemos sentido después de haber dominado la ira y cómo nos hemos sentido si nos ha dominado ella. Cuando sucede esto último, experimentamos enseguida pesadumbre y vergüenza, aunque nadie nos dirija ningún reproche.

Basta contemplar serenamente en otros un arrebato de ira para captar un poco de la torpeza que supone. Una persona dominada por el enfado está como obcecada y ebria por el furor. Cuando la ira se revuelve y se agita a un hombre, es difícil que sus actos estén previamente orientados por la razón. Y cuando esa persona vuelve en sí, se atormenta de nuevo recordando lo que hizo, el daño que produjo o el espectáculo que ha dado.

La ira suele tener como desencadenante una frustración provocada por el bloqueo de deseos o expectativas, que son defraudados por la acción de otra persona, cuya actitud percibimos como agresiva. Es cierto que podemos irritarnos por cualquier cosa, pero la verdadera ira se siente ante acciones en las que apreciamos una hostilidad voluntaria de otra persona.

Como ha señalado José Antonio Marina, el estado físico y afectivo en que nos encontremos influye en esto de forma importante. Es bien conocido cómo el alcohol predispone a la furia, igual que el cansancio, o cualquier tipo de excitación. También los ruidos fuertes o continuos, la prisa, las situaciones muy repetitivas, pueden producir enfado, ira o furia. En casos de furia por acumulación de diversos sumandos, uno puede estar furioso y no saber bien por qué.

¿Y por qué unas personas son tan sociables, y ríen y bromean, y otras son malhumoradas, hurañas y tristes; y unas son irritables, violentas e iracundas, mientras que otras son indolentes, irresolutas y apocadas? Sin duda hay razones biológicas, pero que han sido completadas, aumentadas o amortiguadas por la educación y el aprendizaje personal: también la ira o la calma se aprenden.

Muchas personas mantienen una conducta o una actitud agresiva porque les parece encontrar en ella una fuente de orgullo personal. En las culturas agresivas, los individuos suelen estar orgullosos de sus estallidos de violencia, pues piensan que les proporcionan autoridad y reconocimiento. Es una lástima que en algunos ambientes se valoren tanto esos modelos agresivos, que confunden la capacidad para superar obstáculos con la absurda necesidad de maltratar a los demás.

Las conductas agresivas se aprenden a veces por recompensa. Lamentablemente, en muchos casos sucede que las conductas agresivas resultan premiadas. Por ejemplo, un niño advierte enseguida si llorar, patalear o enfadarse son medios eficaces para conseguir lo que se propone; y si eso se repite de modo habitual, es indudable que para esa chica o ese chico será realmente difícil el aprendizaje del dominio de la ira, y que, educándole así, se le hace un daño grande.

 


12º parte

 

REFLEXIONES SOBRE LA TOLERANCIA 

TEORIA DE LOS DEFECTOS MINIMOS,
POR ALFONSO BARAONA SOTOMAYOR

 

       Mucho tiempo y mucha energía se gastan en el mundo para convencer a los demás que se tiene la razón y que los demás están equivocados.. Cuántas guerras se han desencadenado en pos de las razones de la “sinrazón”. Cuántos han sufrido la injusticia de la descalificación de sus razones no escuchadas por los agresores, sordos por sus propios gritos irracionales. Cuántas vidas vieron truncadas sus posibilidades de realización por el filo de la prepotencia de los que creían tener la razón. Muchos de estos verdugos a menudo cumplen tan fatídica tarea convencidos que es su deber de padres, superiores o guías, frente a seres que pretenden pensar y ser diferentes a ellos y a sus ideales. En nuestra preparación para el nuevo siglo vamos a necesitar un arma poderosa: la tolerancia. Sólo con ella podremos defendernos del aniquilamiento recíproco. Por lo demás, este debiera ser un requisito importante para el desarrollo de la inteligencia emocional. Es muy poco inteligente quien porfía creyendo tener la verdad sin abrirse a la posibilidad de que existan otros puntos de vista mejores que el propio.

Mi esposa, por enésima vez, estaba criticando el desorden de nuestra hija. Por supuesto no logró otro resultado que el disgusto del mal rato, situación que se venía repitiendo ya por años. Algo parecido sucedía con nuestro hijo, en otros aspectos.

Quizás ese día me encontraba muy cansado como para entrar al campo de batalla o bien tuve un instante de inspiración, pero el asunto es que me puse a cavilar sobre esta infructuosa e ingrata pugna que cada cierto tiempo nos alteraba la armonía familiar.

Observé que este desgaste de energía era absolutamente ineficaz ya que se había transformado en una rutina y que nada cambiaba en los comportamientos criticados. Dentro de mi cavilación me planteé que éstos no revestían una gravedad que justificara la reiterada pérdida del clima armonioso que todos anhelábamos. Comprobé que lo que tanto nos inquietaba no pasaban de ser niñerías frente al terrible muestrario de conductas indeseables que corroen a miles de jóvenes, muchas veces víctimas inocentes de pervertidores “profesionales”.

Al respecto, conversé con mi esposa y la invité a que analizáramos la situación referida. Le hice ver que ninguno de nuestros hijos había llegado al extremo de desarrollar comportamientos agresivos ni menos delictuales; que eran muchachos normales, como la gran mayoría. Si bien es cierto que son desordenados, poco colaboradores, llevados de sus ideas; no es menos cierto que son sanos física y psicológicamente, que llegado el caso son cariñosos y sensibles con nuestros problemas, que están desarrollando sus vidas con los altos y bajos de la normalidad. ¿Se justifica entonces esa agresividad doméstica, rutinaria y, para colmo, ineficaz? ¿Cuántas horas perdidas en recriminaciones inútiles? ¿Cuántas de ellas no fueron más que descargas de nuestras propias frustraciones? ¿Cuántas veces estuvimos frenando la libre y sana expresión de sus personalidades ebullentes por ese ardor juvenil que los impulsa, aún irracionalmente, hacia la realización?

Esta situación debe ser corriente entre padres e hijos de todo el mundo, en especial en culturas abiertas a la libre expresión de los jóvenes. No creo que se trate de una situación particular. Por eso estoy escribiendo estas reflexiones, pensando que serán de utilidad para padres como nosotros y para cualquier persona que desee relacionarse con otras personas en términos más amorosos y constructivos.

De dichas cavilaciones surgió la teoría de los defectos mínimos (TDM) o, más irónicamente planteada como teoría de la taradéz mínima (TTM), para referirme a las pifias del comportamiento de nuestros hijos, ahora transformadas en sombras al escape de la luz de la reflexión. De ese modo bajó la presión como por arte de magia. Prácticamente las eternas recriminaciones desaparecieron y creo que sus causas no volverán.

Posteriormente, la lectura del libro de Wayne W. Dyer, Tus Zonas Mágicas[1], reforzó mi teoría. En él encontré varias referencias a conceptos semejantes vinculados con la tolerancia, con la aceptación de opiniones o actitudes diferentes a las de uno. Nuestra cultura tradicional nos impele a imponer nuestros criterios sobre los demás; a descalificar todo aquello diferente a lo que nosotros aceptamos como valedero; a acusar de equivocados a los que plantean ideas diferentes a las nuestras, etcétera.

Uno de los consejos que Dyer nos da es renunciar a la necesidad de tener razón. “Ésta por sí sola es la mayor causa de dificultades y de deterioro en las relaciones: la necesidad de hacer que la otra persona demuestre su error o tú tu razón... Recuerda que a nadie, y tampoco a ti, le gusta que le demuestren que está equivocado. Sabes que a ti te desagrada; honra pues este derecho también en los demás y renuncia a la necesidad de llevarte el mérito o de mostrar tu superioridad. En una relación espiritual no hay superior e inferior, ambos son iguales, y esta igualdad se respeta. Practica esto y verás cómo el amor sustituye a la ira en esa relación.”

“Esto es también cierto por lo que se refiere a las relaciones con los demás. Tus hijos necesitan que se los guíe, no que les demuestren sus errores. Siempre hay un modo de enseñar a los pequeños (y a los no tan pequeños) sin necesidad de que vean que se equivocan. La vergüenza que acompaña al hecho de quedar como un “estúpido” lleva a una propia imagen de estupidez. Puedes sustituir esas observaciones destinadas a demostrar tu enorme superioridad por respuestas afectuosas destinadas a ayudar a tus hijos y a otros a examinar sus propias opiniones. O bien puedes responder tranquilamente con estas palabras: Yo lo veo de otro modo. Dime, ¿Cómo has llegado tú a esa conclusión?. La clave no está en memorizar observaciones que hacer en el momento adecuado sino en no perder de vista que a nadie le gusta quedar mal, especialmente en público.”

Nuestra teoría familiar (TTM), expresada más seriamente como la teoría del umbral de la tolerancia (TUT), puede ser de utilidad en cualquier ambiente o circunstancia donde interactúen personas de distintas categorías, con diferentes habilidades, con otras experiencias, de diversas culturas, etcétera. Siempre habrá la posibilidad de creer estar en la razón y encontrar el error en los demás. Si lo que creemos erróneo en los demás, después de analizado serenamente, aparece como tolerable o no tan grave como se nos presentó en un comienzo, bien se le podría aplicar nuestra teoría y bajar nuestras armas y evitarnos guerras o guerrillas infructuosas y desgastadoras. Esto es válido tanto en relaciones descendentes como ascendentes y también entre pares. Algunas veces nuestros superiores nos pueden resultar más soportables si los comparamos con otros. Si nuestro jefe es gruñón, podremos tolerárselo si al mismo tiempo nos da la oportunidad de aplicar y desarrollar nuestras potencialidades. Frente a otro, que pudiendo ser muy amable pero que nos inhiba nuestra creatividad con su autoritarismo, lo gruñón de nuestro jefe no pasa de ser una deficiencia mínima y por tanto, dentro del umbral de la tolerancia.

En todo caso, si del mencionado análisis resulta la convicción de que el error ajeno es real y reviste alguna gravedad más allá del umbral de la tolerancia, nos queda el recurso de aplicar las habilidades de la inteligencia emocional y sustituir las críticas descalificatorias por orientaciones afectuosas, objetivas y, al mismo tiempo, respetuosas de la autoestima, tan necesaria para conservar la salud mental.

Obviamente aquí nos estamos refiriendo a relaciones con iguales o con subordinados. Tratándose de la conducta de superiores, sólo llegaremos al diagnóstico so pena de provocar una descarga en contra nuestra de los criterios y comportamientos que pretendemos criticar. Una de mis alumnas aplicó este método con su padre. Se trata de una profesional joven, que vive en su casa paterna. A pesar de estar ya titulada y disponer de rentas propias, su padre insiste en guiarla y reprenderla en aquello que él estima que no está bien, incluso en lo profesional. Después de conocer nuestra técnica ella estuvo alerta cada vez que su padre se acercaba a regañarla –como era su hábito- y se planteaba que esto no era más que una “pequeña pifia”, al lado de otros comportamientos insoportables dentro de las familias, como la embriaguez y otros por el estilo, que en su caso felizmente no se daban. Al pensar en esto, a ella le daba risa en vez de molestarse y defenderse de los regaños paternos, como lo hacía anteriormente. Esta situación, obviamente, descolocó a su padre quien extrañado y malhumorado indagó la causa de este cambio de actitud de su hija y de esa inexplicable hilaridad. Como mi alumna estaba impresionada con la eficacia de la técnica aprendida, ya que ahora ella se mantenía inalterable frente a retos y acusaciones, creyó oportuno explicárselo. Su padre entendió la técnica... pero todavía no acepta que le haya supuesto un cierto nivel de “taradez”, aunque sea en un grado mínimo.

En cierto modo toda la confusión y sufrimiento que se produce en nuestras relaciones se generan en el afán de imponer nuestros criterios o en el tratar de comprender por qué los demás se comportan tan diferentes a nosotros. Dyer, en el libro citado, nos dice que no es necesario comprender. “Esta es una gran lección en el aprendizaje del modo de hacer que todas las relaciones funcionen en un plano mágico. Y lo que ocurre es que no es preciso comprender por qué una persona actúa y piensa como lo hace. No darás más comprensión que diciendo: No lo entiendo, y está bien así. Cada uno de mis siete hijos tiene una personalidad y unos intereses totalmente únicos e independientes. Es más, lo que les interesa a ellos no ofrece a menudo ningún interés para mí, y viceversa. He aprendido a superar la idea que deberían pensar como yo y pasar por este mundo como paso yo; en lugar de ello, tomo distancia y me digo: Es su viaje, han venido a través de mí, no para mí... Rara vez entiendo por qué les gusta lo que les gusta, pero tampoco necesito ya entenderlo, y esto hace que nuestra relación sea mágica.

En una relación amorosa, renuncia a la necesidad de comprender por qué a tu pareja le gustan los programas de televisión que ve, por qué se acuesta a la hora que se acuesta, come lo que come, lee lo que lee, le gusta la compañía de las personas a quienes frecuenta, le gustan las películas que ve, etcétera.
...Cuando se abandona la necesidad de entenderlo todo del otro, se abre la verja de un jardín de las delicias en la relación. Puedes aceptar a esa persona y decir: Yo no pienso así pero ella sí, y es algo que respeto. Es por eso que la quiero tanto, no porque sea como yo sino porque me aporta aquello que yo no soy. Si fuera igual que yo y pudiera así entenderla, ¿para qué la necesitaría? Sería una redundancia tener a mi lado a alguien igual que yo. Respeto esa parte de ella que me resulta incomprensible. La amo no por lo que entiendo sino por esa alma invisible que está detrás de ese cuerpo y de todas esas acciones.”

Por su parte Thaddeus Golas, en su Manual de Iluminación para Holgazanes[2], nos dice: “Las mismas personas que ahora vemos como vulgares, oscuras, estúpidas, parásitas, locas: estas personas, cuando aprendemos a amarlas y a todo lo que sentimos hacia ellas, son nuestros pasajes al paraíso. Y eso es todo lo que necesitamos hacer: amarlos. Podemos expresar ese amor o no expresarlo, como queramos y en la forma que queramos. Ni siquiera importa la forma cómo las tratemos. Sin embargo, debemos verlas y amarlas tal como son ahora, porque no podemos negarles la libertad de ser lo que son, del mismo modo como debemos amarnos a nosotros mismos tal como somos ahora.”

Podemos estar seguros que muchas relaciones en la pareja, entre padres e hijos, entre jefes y subordinados, etcétera, adquirirán un tono más humano, enriquecedor, eficiente y muy gratificante para el que se decida adoptar esta modesta pero potente teoría. Con esas observaciones y si se atreve, le deseo mucho éxito en esta práctica y ojalá que los que están observándonos a Ud. y a mi, también estén dispuestos a aplicarla con nosotros mismos.

 

 

(1) No comparto esa frase de Dyer, porque comprender al otro es parte de la empatía entre ambos y eso no va en desmedro de la relación, sino todo lo contrario. Empatía no significa que la otra persona tenga que pensar como uno, sino entender el pensamiento del otro y respetarlo. Lo contrario podría llevarnos al egocentrismo.

(2) Para entender a alguien no es necesario que sea igual a nosotros y el amor interno que poseemos nos dice que no tenemos que comprender al otro por necesidad, sino por empatía. Se puede respetar lo que no se comprende y también se puede amar lo que sí se entiende. La tolerancia forma parte de la aceptación y aunque para aceptar no sea necesario comprender, mirar por los ojos del otro nos permite ser aún más tolerantes.

Alfonso Baraona Sotomayor
Viña del Mar, Chile


13º parte

 

EMOCIONES, SENTIDOS Y PENSAMIENTOS

Existen pocas dudas de que la cognición produce la emoción. Imagínate algo agradable y sentirás alegría; imagínate cómo sería el olor si vivieras al lado de una fábrica donce arrojan deshechos tóxicos  y sentirás asco. Del mismo modo, existen pocas dudas de que los procesos sensoriales afectan los sistemas biológicos y producen la emoción. Si entras en una habitación caliente en un día helado o hueles el aroma de pan recién hecho entonces sentirás alegría e interés. Por lo tanto, se puede concluir con seguridad que la emoción puede ser generada tanto por los sentimientos como por los sentidos.

Russel y Woudzia (1986), reconociendo que las emociones pueden ser generadas tanto por el pensamiento como por los sentidos, presentan una tercera solución para intentar resolver el debate cognición contra biología. Cuando un estímulo produce sensaciones (no pensamientos) entonces la emoción dependerá únicamente de las sensaciones (incluyendo procesos sensoriales, humores y drogas). Cuando no se produce ninguna sensación (cuando el estímulo es un pensamiento) entonces la emoción dependerá únicamente de los procesos cognitivos. En la gran mayoría de los casos, es decir, aquellos en los que un estímulo provoca actividad tanto sensorial como cognitiva, la solución al debate depende únicamente de la perspectiva que se tome.

  

MIEDO 

El miedo se activa por la percepción de daño o peligro. La naturaleza del daño o peligro percibido puede ser física o psicológica, por lo que las amenazas y peligros a nuestro bienestar tanto físico como psicológico activan el miedo. El dolor ejemplifica el daño físico producido por quemaduras, heridas y enfermedades, mientras que los insultos a nuestra autoestima o a la amenaza de pérdida de una amistad son ejemplos de daño psicológico. Muchas veces, la percepción de que un objeto ambiental es peligroso se adquiere por medio del condicionamiento clásico, en el cual los estímulos que se asocian repetidamente al daño real (dolor, heridas)  terminan por elicitar una respuesta condicionada, que es el miedo. 

En la literatura clínica abundan ejemplos de personas que han aprendido que las alturas (acrofobia), la oscuridad (nyctofobia), etc., son señales de peligro y daño posible. La experiencia cotidiana está también llenas de peligros, como es el caso del tráfico, los dentistas y los exámenes. El miedo es una advertencia emocional de que se aproxima un daño físico o psicológico.

El miedo confiere a las personas una sensación de tensión nerviosa que les permite protegerse o desarrollar lo que en términos de Magda Arnold sería una ‘tendencia a la acción evitativa’. La motivación de protección se manifiesta típicamente mediante la huída y retirada frente al objeto(s) o mediante respuestas de afrontamiento que nos permiten encarnarnos con el objeto temido. Si la huída no es posible, o quizá no es deseada, entonces el miedo motiva a la persona a afrontar los peligros.

A nivel ya más positivo, el miedo facilita el aprendizaje de nuevas respuestas que apartan a la persona del peligro. Hay pocos conductores que conduzcan por la autopista en medio de una tormenta de lluvia a los que se les tenga que recordar que presten atención a la calzada mojada (el miedo activa esfuerzos de afrontamiento) y los conductores con experiencia se enfrentan mucho mejor a este tipo de peligros que los conductores novatos (el miedo facilita el aprendizaje de una respuesta de afrontamiento). Por lo tanto, el miedo activa los esfuerzos de afrontamiento y facilita el aprendizaje de las habilidades de afrontamiento.

  

RABIA

La rabia es la emoción más ‘caliente’ y pasional. La rabia puede ser activada de diversas maneras, pero su antecedente principal es el control, sea físico o psicológico. El control físico sería, por ejemplo, que alguien te retuviera en contra de tu voluntad tras unos barrotes. El control psicológico se manifiesta mediante las reglas, las normas o nuestras propias limitaciones. La rabia también la activa la frustración que produce la interrupción de la conducta dirigida hacia una meta (por ejemplo, el coche no arranca y tu meta es ir en coche del trabajo). Uno sólo tiene que pensar en la última vez que metió dinero en una  máquina de refrescos sin que saliera nada para poder apreciar cómo la frustración puede activar la rabia. El ser herido, engañado o traicionado también puede activar la rabia.

A nivel neurológico, la rabia es una emoción de alta densidad que se caracteriza por una tasa persistentemente alta de descarga neuronal. La inhabilidad de resolver un problema difícil a pesar del esfuerzo cognitivo sostenido pronto altera a la persona y se torna en rabia. A veces a las personas ‘se les cruzan los cables’ y empiezan a comportarse de una manera violenta y descontrolada. A las personas se les suelen ‘cruzar los cables’ (gritar, lanzar maldiciones, tirar cosas contra la pared) cuando no encuentran una manera de reducir la tasa de descarga neuronal. La sensación de rabia continúa hasta que la persona logra encontrar una manera de reducir la alta densidad de su descarga neuronal (por ejemplo, Tomkins, 1963).

La rabia es también la emoción potencialmente más peligrosa ya que su propósito funcional es el de destruir las barreras en el ambiente (Plutchik, 1980). A veces la rabia provoca destrucción y daños innecesarios como cuando empujamos un niño, insultamos a un compañero de equipo o le damos patadas a una puerta cerrada. En otras ocasiones, sin embargo, se puede decir que la rabia resulta altamente productiva como cuando energiza los intentos de recuperar el control perdido sobre el ambiente, que al final se recupera. Asimismo, desde una perspectiva evolutiva, la rabia moviliza la energía hacia la auto-defensa, una defensa caracterizada por el vigor, la fuerza y la resistencia. Por esta razón, la rabia puede considerarse una navaja de doble filo.

  

ASCO

El asco es, relativamente hablando, una emoción compleja. El asco implica una respuesta de huída o de rechazo ante un objeto deteriorado o pasado. Acontecimientos físicos como comida u olores corporales, contaminación y sabores amargos y acontecimientos psicológicos como chistes de mal gusto y los valores morales repugnantes activan impulsos de repudio y la emoción de asco. Imagina tu reacción emocional al ver una  herida sangrienta u oler comida en mal estado y te será fácil comprender lo que activa el asco.

El significado funcional del asco es el rechazo, la persona asqueada es una persona dispuesta a eliminar y apartar objetos impresentables o poco higiénicos, la persona asqueada también está dispuesta a cambiar sus costumbres y hábitos personales si es que se da el caso de que la fuente de su asco se encuentra entre sus hábitos y aptitudes personales. Por lo tanto, el asco es una emoción que mantiene y promueve la salud. La expulsión de bebidas y comidas deterioradas conserva nuestro bienestar corporal mientras que la exclusión de pensamientos deteriorados y valores conserva nuestro bienestar psicológico.

La anticipación de una sensación de asco además anima a la persona a conservar un entorno sanitario: limpiar los platos, los dientes, ducharse.

La anticipación de asco también inhibe el deterioro físico y psicológico, como en el caso en que una persona empieza a hacer ejercicio para librarse de un cuerpo en baja forma y ‘asqueroso’.

  

ANGUSTIA

La angustia es la emoción más negativa y aversiva. Los dos activadores principales de la angustia son la separación y el fracaso. La separación, la pérdida de un ser querido por causa de muerte, divorcio, circunstancias (por ejemplo, un viaje) o una discusión es angustiante. Las personas también pueden ser separadas de un trabajo, posición o estatus que valoran. El fracaso también activa la angustia como cuando se reprueba un exámen, se pierde un concurso o se sufre un rechazo amoroso. El fracaso provocado por circunstancias fuera del control de la voluntad propia también pueden causar angustia, como sería el caso de la guerra, la enfermedad, los accidentes y la recesión económica (Izard, 1977). Finalmente, el dolor activa la angustia, como en el caso del exceso de temperatura o ruido.

A nivel neurológico, la angustia implica una tasa de descarga neuronal sostenida moderadamente alta. La activación neurológica de la angustia se distingue de la de la ansiedad en cuanto a la intensidad de la estimulación neurológica sostenida. En comparación con el funcionamiento habitual, sin embargo, la densidad neurológica de la angustia es relativamente alta.

La angustia motiva a la persona a realizar cualquier conducta necesaria para aliviar las circunstancias que la han provocado. Dicho de otra manera, la angustia motiva a la persona a hacer que el ambiente vuelva al estado en que estaba antes de producirse la angustia.  Ante la angustia que le provoca una derrota reciente, el atleta entrena para recuperar su confianza. Ante la angustia de una separación, el amante rechazado se disculpa o llama para intentar recuperar la relación rota. Desgraciadamente, muchas veces se da el caso de que no es posible devolver la separación o el fracaso a su estado anterior. Bajo tales circunstancias, la angustia persiste. La angustia persistente conduce a la aflicción. La muerte de un ser querido, por ejemplo, antecede muchas veces a la aflicción. La angustia persistente también conduce a la más aversiva de las experiencias humanas, la depresión.

Si se evalúa la angustia de una manera más positiva, se pueden apreciar sus aspectos positivos. La angustia facilita la cohesión de los grupos sociales (Averill, 1968). Dado que el ser separado de los otros causa angustia y que es una sensación tan desagradable, anticiparla motiva a las personas a seguir cohesionadas con sus seres queridos (Averill, 1979). Si las personas no echaran de menos a los demás, entonces no estarían tan motivadas hacia la cohesión social. De manera parecida, si el estudiante o el atleta no anticiparan la posibilidad de la angustia que provoca el fracaso, entonces estarían menos motivados a prepararse y entrenar. 

ALEGRÍA

De acuerdo con Tomkins, la alegría se activa neurológicamente mediante un fuerte descenso de descarga neuronal. El alivio del dolor físico, de los problemas, resolver un problema difícil y ganar un concurso que provoca ansiedad son ejemplos de un patrón descendiente de la activación neurológica de la alegría. Además del alivio derivado del logro de metas, la alegría también la activan los acontecimientos positivos, como por ejemplo una cita, además de las sensaciones placenteras, como el ser acariciado (Ekman y Friesen, 1975). Un tercer tipo de activación de la alegría se deriva de aquellos acontecimientos que confirman el concepto de auto-valía de la persona. Si a una persona se le invita a entrar en una organización prestigiosa, se le hacen cumplidos, se le alaba o le gusta a otra persona, entonces se activa la alegría.

El significado funcional de la alegría es doble. Por una parte, la alegría es una sensación positiva derivada de una sensación de satisfacción y triunfo. Al ser una sensación intrínsecamente positiva, la alegría hace que la vida resulte agradable. Lo agradable de la alegría, por lo tanto, contrarresta las experiencias vitales inevitables de frustración, decepción y afecto negativo en general. La alegría facilita también la voluntad de las personas de participar en actividades sociales. Hay pocos estímulos tan potentes y gratificantes como la sonrisa humana. Por lo tanto, la alegría expresada es un pegamento social que establece uniones como las de madre-hijo, amantes, compañeros de trabajo y compañeros de equipo. 

 

INTERÉS

El interés es la emoción que más presente está en el funcionamiento día a día de las personas. En la consciencia hay siempre presente algún nivel de interés suponiendo que la persona se encuentra libre de pulsiones (por ejemplo, hambre) u otra emoción fuerte (por ejemplo, rabia-furia). A nivel neurológico, el interés implica un leve incremento en la tasa de descarga neuronal. Los acontecimientos ambientales (por ejemplo, el cambio, la novedad, el desafío) los pensamientos (por ejemplo, de aprender, lograr cosas) y los actos de descubrimiento inician un incremento de la actividad neuronal y activan el interés. Por ser tan corriente, los incrementos y bajadas de interés suelen implicar el cambio del foco de interés de un acontecimiento, pensamiento u acción a otro. Dicho de otro modo, no es que se pierda el interés sino que está siendo siempre redirigido de un objeto o acontecimiento a otro.

El interés motiva las conductas de exploración, tanto ambientales como epistémicas (Berlyne, 1960). Quizá si las personas vivieran en un mundo monótono que no cambiara nunca, no haría falta la emoción de interés. Las personas y los animales, sin embargo, viven en un mundo lleno de novedad y cambio. El cambio provoca la curiosidad y produce interés, lo que a su vez invita a la persona a que explore, investigue y manipule el ambiente. El interés es lo que hace que la persona desee explorar dándole la vuelta a las cosas, mirándola de arriba abajo y de dentro para fuera. El interés subyace también nuestro deseo de ser creativos, de aprender y desarrollar nuestras competencias y habilidades. Resulta difícil aprender un idioma extranjero, por ejemplo, sin el apoyo emocional que supone el interés. 


14º parte

 

El riesgo del victimismo

Madurez interior

Todo hombre es un ser social, abierto a los demás. Para cualquier persona, los otros son una parte importante de su vida. Su realización plena como persona está indefectiblemente ligada a otros, pues todos sabemos que la felicidad depende en mucho de la calidad de nuestra relación con quienes componen nuestro ámbito familiar, laboral, social, etc.

Sin embargo, no puede olvidarse que el hombre no sólo se relaciona con los demás, sino también consigo mismo: mantiene una frecuente conversación en su propia interioridad, un diálogo que se produce de forma espontánea con ocasión de las diversas vivencias o reflexiones personales que todo hombre se hace de continuo.

Y ese diálogo interior puede ser estéril o fecundo, destructivo o constructivo, obsesivo o sereno. Dependerá de cómo se plantee, de la clase de persona que se sea. Si uno tiene un mundo interior sano y bien cultivado, ese diálogo será alumbrador, porque proporcionará luz para interpretar la realidad y será ocasión de consideraciones muy valiosas. Si una persona, por el contrario, posee un mundo interior oscuro y empobrecido, el diálogo que establecerá consigo mismo se convertirá, con frecuencia, en una obsesiva repetición de problemas, referidos a pequeñas incidencias perturbadoras de la vida cotidiana: en esos casos, como ha escrito Miguel Angel Martí, el mundo interior deja de ser un laboratorio donde se integran los datos que llegan a él, y se convierte en un disco rayado que repite obsesivamente lo que con más intensidad ha arañado últimamente nuestra afectividad.

La relación con uno mismo mejora al ritmo del grado de madurez alcanzado por cada persona. Las valoraciones que hace una persona madura —tanto sobre su propia realidad como sobre la ajena— suelen ser valoraciones realistas, porque ha aprendido a no caer fácilmente en esas idealizaciones ingenuas que luego, al no cumplirse, producen desencanto. El hombre maduro sabe no dramatizar ante los obstáculos que encuentra al llevar a cabo cualquiera de los proyectos que se propone. Su diálogo interior suele ser sereno y objetivo, de modo que ni él mismo ni los demás suelen depararles sorpresas capaces de desconcertarle. Mantiene una relación consigo mismo que es a un tiempo cordial y exigente. Raramente se crea conflictos interiores, porque sabe zanjar sus preocupaciones buscando la solución adecuada. Tiene confianza en sí mismo, y si alguna vez se equivoca no se hunde ni pierde su equilibrio interior.

En las personas inmaduras, en cambio, ese diálogo interior de que hablamos suele convertirse en una fuente de problemas: al no valorar las cosas en su justa medida —a él mismo, a los demás, a toda la realidad que le rodea—, con frecuencia sus pensamientos le crean falsas expectativas que, al no cumplirse, provocan conflictos interiores y dificultades de relación con los demás.

Una persona madura y equilibrada tiende a mirar siempre con afecto la propia vida y la de los otros. Contempla toda la realidad que le rodea con deseo de enriquecimiento interior, porque quien ve con cariño descubre siempre algo bueno en el objeto de su visión. El hombre que dilata y enriquece su interior de esa manera, dilata y enriquece su amor y su conocimiento, se hace más optimista, más alegre, más humano, más cercano a la realidad, tanto a la de los hombres como a la de las cosas.

 

Aprender a conocerse

Mientras lees esto, trata por un momento de tomar distancia sobre tí mismo. ¿Puedes mirarte a tí mismo como si fueras otra persona? ¿Puedes definir, por ejemplo, el estado de ánimo en que te encuentras, tu carácter, tus principales defectos o cualidades?

Piensa en cómo ha trabajado tu mente ante esas preguntas. Su capacidad de hacer eso que acaba de hacer es específicamente humana. Los animales no la poseen. Esa autoconciencia  nos permite evaluar y aprender de nuestros propios procesos de pensamiento. Gracias a ella, también podemos crear, reforzar o rechazar nuestros hábitos personales, nuestro carácter, nuestro modo de reaccionar ante las cosas.

Usar con acierto de este privilegio humano nos permite examinar las claves de nuestra vida: conocerse a uno mismo permite al hombre a convertirse en el artífice de su propia vida. Le hace posible vivir en clave de autenticidad. Pone a su alcance esa posibilidad, tan decisiva, de ser fiel a lo mejor de uno mismo, de vivir la propia vida como protagonista y no como un mero espectador.

Por eso la psicología y la filosofía han tratado con profusión sobre el conocimiento propio, subrayando siempre la dificultad que encierra profundizar en él. Si ya a veces es difícil incluso reconocer la propia voz en una grabación, o la propia figura en una fotografía o un vídeo en el que se nos ve de espaldas, resulta siempre mucho más complejo reconocerse a uno mismo en las diversas facetas de la propia personalidad.

El autoconocimiento supone siempre una labor ardua y que, en cierta forma, no acaba nunca. Nunca acabaremos de conocernos del todo: el hombre tiene algo de misterio, siempre hay algo de él que se le escapa, que va más lejos de su propia inteligencia. El hombre cuando dirige su mirada hacia sí mismo, muchas veces tiene que dejarse llevar por suposiciones. Intuye la dirección por donde debe dirigirse a la meta, pero con frecuencia desconoce la realidad misma de la meta. Podríamos decir que tiene de sí mismo un conocimiento progresivo. Porque tampoco sería cierto hablar de desconocimiento. Quien se esfuerza por conocerse, lo logra.

Y son precisamente las circunstancias de dificultad, si se saben afrontar juiciosamente, las que puede dar lugar a marcos de referencia nuevos, a cambios fecundos en el modo de entender la propia vida, cambios a través de los cuales podemos ver al mundo, a los demás y a uno mismo de un modo mucho más humano.

Saber sacar de la dificultad una enseñanza responde siempre a una gran sabiduría. Y esto es aplicable a la vida personal, a la vida familiar, a la profesional o a la de relación. La historia apenas conoce casos de grandeza, de esplendor, o de verdadera creación, que hayan tenido su origen en la comodidad o la vida fácil.

 

La espiral de la queja

A menudo quizá nos descubrimos quejándonos de pequeños rechazos, de faltas de consideración o de descuidos de los demás. Observamos en nuestro interior ese murmullo, ese gemido, ese lamento que crece y crece aunque no lo queramos. Y vemos que cuanto más nos refugiamos en él, peor nos sentimos; cuanto más lo analizamos, más razones aparecen para seguir quejándonos; cuanto más profundamente entramos en esas razones, más complicadas se vuelven.

Es la queja de un corazón que siente que nunca recibe lo que le corresponde. Una queja expresada de mil maneras, pero que siempre termina creando un fondo de amargura y de decepción.

Hay un enorme y oscuro poder en esa vehemente queja interior. Cada vez que una persona se deja seducir por esas ideas, se enreda un poco más en una espiral de rechazo interminable. La condena a otros, y la condena a uno mismo, crecen más y más. Se adentra en el laberinto de su propio descontento, hasta que al final puede sentirse la persona más incomprendida, rechazada y despreciada del mundo.

Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás —o de la vida en general— lo que de ordinario no se puede exigir. La raíz de esa frustración está no pocas veces en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.

Una vez que la queja se hace fuerte en alguien —en su interior, o en su actitud exterior—, esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no puede coexistir: cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.

Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: "Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro... y en cambio él, o ella, mientras tanto, se despreocupan, no hacen nada útil, van a lo suyo, son así o asá...".

Como ha escrito Henri J.M.Nouwen, son quejas y susceptibilidades que parecen estar misteriosamente ligadas a elogiables actitudes en uno mismo. Todo un estilo patológico de pensamiento que desespera enormemente a quien lo sufre. Justo en el momento en que quiere hablar o actuar desde la actitud más altruista y más digna, se encuentra atrapado por sentimientos de ira o de rencor. Cuanto más desinteresado pretende ser, más se obsesiona en que se valore lo que él hace. Cuanto más se esmera en hacer todo lo posible, más se pregunta por qué los demás no hacen lo mismo que él. Cuanto más generoso quiere mostrarse, más envidia siente por quienes se abandonan en el egoísmo.

Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.

¿Cuál es la solución a esto? Obviamente, lo ideal es integrar los diversos roles del Ego, pero mientras se va avanzando en ese trabajo interno, quizás lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho estonio que dice: "Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho". Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.

 

La carcoma de la envidia

Cervantes llamó a la envidia "carcoma de todas las virtudes y raíz de infinitos males. Todos los vicios —añadía— tienen un no sé qué deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabia". Es uno de los roles más perniciosos del Ego.

La envidia no es la admiración que sentimos hacia algunas personas, ni la codicia por los bienes ajenos, ni el desear tener las dotes o cualidades de otro. Es otra cosa.

La envidia es entristecerse por el bien ajeno. Es quizá uno de los vicios más estériles y que más cuesta comprender y, al tiempo, también probablemente de los más extendidos, aunque nadie presuma de ello (de otros vicios sí que presumen muchos).

La envidia va destruyendo —como una carcoma— al envidioso. No le deja ser feliz, no le deja disfrutar de casi nada, pensando en ese otro que quizá disfrute más. Y el pobre envidioso sufre mientras se ahoga en el entristecimiento más inútil y el más amargo: el provocado por la felicidad ajena.

El envidioso procura aquietar su dolor disminuyendo en su interior los éxitos de los demás. Cuando ve que otros son más alabados, piensa que la gloria que se tributa a los demás se la están robando a él, e intenta compensarlo despreciando sus cualidades, desprestigiando a quienes sabe que triunfan y sobresalen. A veces por eso los pesimistas son propensos a la envidia.

Wilde decía que "cualquiera es capaz de compadecer los sufrimientos de un amigo, pero que hace falta un alma verdaderamente noble para alegrarse con los éxitos de un amigo". La envidia nace de un corazón torcido, y para enderezarlo se precisa de una profunda cirugía, y hecha a tiempo.

Para superar la envidia, es preciso esforzarse por captar lo que de positivo hay en quienes nos rodean: proponerse seriamente despertar la capacidad de admiración por la gente a la que conocemos.

Hay muchas cosas que admirar en las personas que nos rodean. Lo que no tiene sentido es entristecerse porque son mejores, entre otras cosas porque entonces estaríamos abocados a una tristeza permanente, pues es evidente que no podemos ser nosotros los mejores en todos los aspectos.

La envidia lleva también a pensar mal de los demás sin fundamento suficiente, y a interpretar las cosas aparentemente positivas de otras personas siempre en clave de crítica. Así, el envidioso llamará ladrón y sinvergüenza a cualquiera que triunfe en los negocios; o interesado y adulador a aquél que le está tratando con corrección; o, como muestra de envidia más refinada, al hablar de ése que es un deportista brillante, reconocido por todos, dirá: "ese imbécil, ¡qué bien juega!".

Admirarse de las dotes o cualidades de los demás es un sentimiento natural que los envidiosos ahogan en la estrechez de su corazón.

 

El confort de la derrota

El victimista suele ser un modelo humano mezquino, de poca vitalidad, dominado por su afición a renegar de sí mismo, a retirarse un poco de la vida. Una mentalidad que —como ha señalado Pascal Bruckner— hace que todas las dificultades del vivir del hombre, hasta las más ordinarias, se vuelvan materia de pleito. El victimista se autocontempla con una blanda y consentidora indulgencia, tiende a escapar de su verdadera responsabilidad, y suele acabar pagando un elevado precio por representar su papel de maltratado habitual.

El victimista difunde con enorme intensidad algo que podríamos llamar cultura de la queja, una mentalidad que —de modo más o menos directo— intenta convencernos de que somos unos desgraciados que, en nuestra ingenuidad, no tenemos conciencia de hasta qué punto nos están tomando el pelo.

El éxito del discurso victimista procede de su carácter incomprobable: no es fácil confirmarlo, pero tampoco desmentirlo. Es una actitud que induce a un morboso afán por descubrir agravios nimios, por sentirse discriminado o maltratado, por achacar a instancias exteriores todo malo que nos sucede o nos pueda suceder.

Y como esta mentalidad no siempre logra alcanzar los objetivos que tanto ansía, conduce a su vez con facilidad a la desesperación, al lloriqueo, al vano conformismo ante el infortunio. Y en vez de luchar por mejorar las cosas, en vez de poner entusiasmo, esas personas compiten en la exhibición de sus desdichas, en describir con horror los sufrimientos que soportan.

La cultura de la queja tiende a engrandecer la más mínima adversidad y a transformarla en alguna forma de victimismo. Surge una extraña pasión por aparecer como víctima, por denunciar como perversa la conducta de los demás. Para las personas que caen en esta actitud, todo lo que les hacen a ellos es intolerable, mientras que sus propios errores o defectos son sólo simples futilezas sin importancia que sería una falta de tacto señalar.

Hay básicamente dos maneras de tratar un fracaso profesional, familiar, afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar las conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese tropiezo. La segunda es afanarse en culpar a otros, buscar denodadamente responsables de nuestra desgracia. De la primera forma, podemos adquirir experiencia para superar ese fracaso; de la segunda, nos disponemos a volver a caer fácilmente en él, volviendo a culpar a otros y eludiendo un sano examen de nuestras responsabilidades.

Cuando una persona tiende a pensar que casi nunca es culpable de sus fracasos, entra en una espiral de difícil salida. Una espiral que anula esa capacidad de superación que siempre ha engrandecido al hombre y le ha permitido luchar para domesticar sus defectos; un círculo vicioso que le sumerge en el conformismo de la queja recurrente, en la que se encierra a cal y canto. La victimización es el recurso del atemorizado que prefiere convertirse en objeto de compasión en vez de afrontar con decisión lo que le atemoriza.

 

Una vieja especie: el opinador

El opinador es un personaje que acostumbra a opinar sobre cualquier cuestión, y con una soltura olímpica. No es que sepa mucho de muchas cosas, pero habla de todas ellas con un aplomo que llama la atención. Nada escapa del perspicaz análisis que hace desde la atalaya de su genialidad.

¿Es que acaso no tengo libertad para opinar?, dirá nuestro personaje. Y darán ganas de responderle: libertad sí que tienes, lo que te falta es cabeza; porque la libertad, sin más, no asegura el acierto.

Pertenecer al sector crítico y contestatario es para esas personas la mismísima cima de la objetividad.

Es cierto, indudablemente, que la crítica puede hacer grandes servicios a la objetividad. Pero la crítica, para ser positiva, ha de atenerse a ciertas pautas. Detrás de una actitud de crítica sistemática suelen esconderse la ignorancia y la cerrazón. Si hay algo difícil en la vida es el arte de valorar las cosas y hacer una crítica. No se puede juzgar a la ligera, sobre indicios o habladurías, o sobre valoraciones precipitadas de las personas o los problemas.

La crítica debe analizar lo bueno y lo malo, no sólo subrayar y engrandecer lo negativo. Un crítico no es un acusador, alguien que se opone sistemáticamente a todo. Para eso no hacer falta pensar mucho, bastaría con defender sin más lo contrario a lo que se oye, y eso lo puede hacer cualquiera sin demasiadas luces. Además, también es muy cómodo, como hacen muchos, atacar a todo y a todos sin tener que defender ellos ninguna posición, sin molestarse en ofrecer una alternativa razonable —no utópica— a lo que se censura o se ataca.

Además, quienes están todo el día hablando mal de los demás, tienen que amargarse ellos también un poco la vida. Parece como si vivieran proyectando su amargura alrededor. Como si de su desencanto interior sobrenadaran vaharadas de crispación que les envuelven por completo. Les disgusta el mundo que les rodea, pero quizá sobre todo les disgusta el que tienen dentro. Y como son demasiado orgullosos para reconocer culpas dentro de ellos, necesitan buscar culpables y los encuentran enseguida.

 

La retórica victimista

Tratar de eliminar el sufrimiento a toda costa significa casi siempre agravarlo, pues a medida que se huye de él nos va ganando terreno. Hay un curioso fatalismo en esa obsesiva alergia al más mínimo dolor (no muy distinto al de la resignación pasiva y tonta ante la desgracia), pues, aun siendo lógico y sensato evitar el sufrimiento inútil, hay una dificultad vital inherente a nuestra condición de hombres, una dosis de riesgo y de dureza sin los que la existencia humana no puede desarrollarse con plenitud.

Quiero con esto decir que nuestros reveses, nuestros pequeños naufragios, hasta nuestros peores enemigos, nos ayudan a curtirnos, nos obligan a activar en nuestro interior yacimientos de dinamismo, de coraje, de habilidades insospechadas. La fortaleza del carácter de una persona, su valía, tiene bastante relación con la cantidad de dificultades que esa persona sabe encajar sin sucumbir. Los obstáculos y las contrariedades le invitan a superarse, le impulsan a elevarse por encima del temor y la pusilanimidad.

Una vida pródiga en dificultades suele producir personalidades más ricas que las que han sido formadas en la comodidad o la abundancia. No es que haya que desear la miseria o la contrariedad, pero es peligroso llevar una vida demasiado cómoda, o ablandarse demasiado ante las propias penas, o encerrarse en el papel de víctima.

Decir que uno sufre mucho cuando objetivamente apenas se está sufriendo, es quedar desarmado antes de entrar en batalla, hacerse a uno mismo incapaz de afrontar un sufrimiento verdadero. Quienes tienden a pensar así necesitan salir de ese error alimentando pensamientos que estimulen su energía interior, que generen alegría y entusiasmo. Tienen necesidad de cultivar la vivacidad, el dinamismo, una valentía serena.

A la retórica victimista, que tiende a agotarse con sólo explicarse a sí misma, hay que responder buscando soluciones razonables, alternativas viables. Y para eso hay que empezar por expresar las dificultades en términos que admitan la propia superación. Porque uno de los primeros efectos de la tediosa machaconería sobre los propios problemas es que nos impide distinguir bien entre lo nosotros podemos cambiar y lo que está fuera de nuestro alcance: en la obsesión victimista todas las adversidades se viven como una sentencia inapelable de un negro destino.

El hombre se hace grande cuando no permanece encastillado dentro de sí, sino que se empeña en algo que le lleva a superarse. Cuando se rinde ante los efluvios del conformismo, se rebaja; cuando se refugia en el egoísmo, se rebaja también. Si se obsesiona por protegerse hasta de la más mínima contrariedad, se acabará encontrando de bruces con una fragilidad vital que ahoga y abruma.

Hay otro estilo victimista mucho más hostil, que en nombre de las desgracias del pasado, de todo lo que está sufriendo o ha sufrido con anterioridad, se arroga una especie de patente de inmunidad con la que justifican una actitud agresiva, o incluso violenta.

Para esas personas, invocar el recuerdo de las desgracias pasadas es como una inmensa caja de caudales sin fondo de donde extraen un flujo inagotable de resentimientos, o incluso de ira, odio y deseo de venganza. Y si alguien reprocha su actitud, a lo mejor admite que lo suyo no es muy ejemplar, pero enseguida replica que sus padecimientos pasados le han ganado el derecho a esa leve incorrección, o al menos la disculpan.

Su susceptibilidad les lleva a reaccionar con crispación ante la más mínima crítica. El menor reparo que se ponga a sus acciones es inmediatamente elevado a la consideración de gran ofensa. Enseguida ven malas intenciones en las personas que están a su alrededor y, progresivamente, en todo el mundo. Por doquier intuyen complots y hostilidad. Están persuadidos de ser objeto de desprecios y vejaciones sin tregua ni descanso. En los casos más extremos, piensan que el mundo entero los sataniza (he ahí la curiosa paradoja del satanizador satanizado) y, aquejados de una sorprendente megalomanía, tienen constantemente presente el pensamiento de la conspiración.

El síndrome del complot suele designar un culpable, y origina dos posibles actitudes. De renuncia y pasividad (para qué hacer nada si una fuerza tan poderosa está tramando tales cosas contra nosotros), o bien de agresividad contra el supuesto culpable.

Lo peor es cuando estos síndromes de persecución se traducen en airadas acusaciones contra los supuestos ofensores, pues suelen ser como el aviso de comienzo de una jugada maestra: acusar de una ofensa —ficticia—, sencillamente para anticipar la que —bien real— pretenden ellos llevar a cabo. A partir de ahí, envuelven su agresión con un manto de candidez: lo único que hacen es defenderse.

Uno de los peores inconvenientes de todo esto es que la idea de la conspiración es difícilmente refutable, pues resulta muy fácil dar la vuelta a cualquier argumento transformándolo en prueba de la omnipotencia o sutileza de los conspiradores. Además, sentirse víctima de una conspiración es una tentadora y sugerente manera de eludir la crítica, y para algunos supone un curioso consuelo añadido: creerse suficientemente importantes como para que unos malvados pretendan arruinar su vida.

Otro nefasto efecto de este fenómeno del victimismo agresivo está en que, al suscitar una mentalidad de venganza, cuando ésta se lleva a cabo induce con facilidad reacciones similares en el otro, que se siente también —y casi siempre con más razón— víctima inocente de una agresión. De esta manera, el veneno del victimismo se inocula en el otro con la pelea, y va extendiéndose en cada nuevo escalón del resentimiento: cuánta razón teníamos en sospechar que era un sinvergüenza, fíjate lo que nos ha hecho. Se produce así un mimetismo victimista, que confiere a las dos partes enfrentadas la misma impresión de ser personas eterna e injustamente maltratadas.

Cuando se invocan padecimientos pasados para justificar actitudes que, por mucho que se adornen, respiran el hedor del resentimiento y el deseo de vengarse, lo más sensato es desconfiar de esas personas: lo más probable es que busquen cargarse de argumentos para repetir, en cuanto puedan, las mismas acciones que lamentan haber sufrido.

Tener presente los dolores del pasado es, en principio, algo enriquecedor. Pero esa memoria puede pervertirse si se deja impregnar de rencor o enemistad. Cuando el recuerdo nos lleva de forma obsesiva a reavivar viejos sufrimientos, a reabrir heridas del pasado buscando legitimar un oscuro deseo de resarcimiento, entonces la memoria se vuelve esclava del agravio, y se convierte en una potencia que reaviva tensiones, exacerba la animosidad, e incluso reconstruye el pasado o lo reescribe acumulando supuestos motivos a su favor.

Siempre se pueden encontrar motivos por los que sentirse incapaces de superar las desavenencias recíprocas. Para vivir en buena sintonía con los demás, debemos trazar una raya sobre nuestras disensiones de antaño, dejar que el pasado entierre los odios y sus pendencias. No se trata simplemente de olvidar, sino de perdonar y de aprender a evitar que se repitan esos errores, de oponerse con firmeza a ellos. El perdón es lo que deja paso al presente y al futuro, a quienes no desean cargar sobre sus hombros con el terrible peso de los antiguos resentimientos.


15º parte

EL SIGNIFICADO Y ALCANCE
DE LA EUFORIA

La euforia, mientras dura, favorece la capacidad de pensar con flexibilidad y con mayor complejidad, haciendo que resulte más fácil encontrar soluciones a los problemas, ya sean intelectuales o interpersonales. Esto sugiere que una forma de ayudar a alguien a analizar un problema es contarle un episodio gracioso.

La risa, al provocar euforia, parece ayudar a las personas a pensar con mayor amplitud y a asociar más libremente, notando las relaciones que de otro modo podrían habérseles escapado: una habilidad mental importante no sólo para la creatividad, sino para reconocer relaciones complejas y para prever las consecuencias de una decisión determinada.

Los beneficios intelectuales de una buena carcajada son más sorprendentes cuando se trata de resolver un problema que requiere una solución creativa.

Un estudio descubrió que las personas que acababan de ver por televisión un video de bloopers resolvieron mejor un rompecabezas que los psicólogos utilizan hace tiempo para evaluar el pensamiento creativo. En la prueba se da a las personas una vela, fósforos y una caja de chinches, y se les pide que sujeten la vela a una pared de corcho para que arda sin que la cera caiga al suelo. La mayor parte de las personas a las que se plantea este problema incurren en una ‘rigidez funcional’, y piensan en utilizar los objetos de la forma más convencional. Pero aquellos que acababan de ver el video de los bloopers -comparados con otros que habían visto una película sobre un tema de matemáticas, o que habían trabajado en ellas- tuvieron más probabilidades de encontrar un uso alternativo para la caja de las chinches y así alcanzaron una solución creativa: con las chinches sujetaron la caja a la pared y la utilizaron como candelabro.

Además, diversos estudios científicos han demostrado que el buen humor nos beneficia en otros muchos sentidos:

·        Nos da resistencia ante los problemas. En un estudio de la Universidad de Chicago encontraron que las personas optimistas consideraban los cambios como un desafío y no como una catástrofe, se mostraban atentos con el resto de las personas, y sentían que controlaban sus vidas. Quizás por esta razón, los presos y las víctimas de campos de concentración sufren tanto, dado que pierden parte de su capacidad de autocontrol.

·        Fomenta la creatividad y el aprendizaje. Los niños aprenden con mayor facilidad y eficacia en un ambiente agradable. También se sabe, a raíz del estudio elaborado por el psiquiatra Arnold Ludwig en la Universidad de Kentucky (Estados Unidos), que entre un período depresivo y otro se suele disfrutar de una etapa especialmente optimista y, según Ludwig, es precisamente ahí cuando la mayoría de los genios han creado sus mejores obras.

·        Ayuda a superar el estrés. El neurólogo William Fry, de la Universidad de Stanford, subraya el efecto estimulante de la euforia en la circulación sanguínea, en la respiración y, sobre todo, en la oxigenación de nuestro cuerpo. Una simple sonrisa es ya capaz de provocar una secreción mayor de endorfinas, encargadas de producirnos bienestar.

·        Previene infartos. Cuando en la última década se investigó la causa del aumento de ataques al corazón en un pequeño barrio ítalo-americano de Pennsylvania (Estados Unidos), donde la dieta no había variado en los últimos cincuenta años, se determinó que la causa era la emigración de los más jóvenes en busca de trabajo. A medida que se aflojaban las relaciones familiares, el corazón hacía lo mismo.

·        Fortalece el sistema inmunológico. Arthur Stone, psiconeurólogo norteamericano, encontró en la mucosa nasal de las personas más sonrientes una mayor cantidad de inmunoglobulina A, una sustancia que refuerza las defensas del organismo. Además, según el Dr. César Díaz-Carrera, "en estados de satisfacción, el timo –una glándula situada entre el esternón y el corazón– fabrica más timina, uno de los componentes que contienen los fármacos antidepresivos y que además nos hace resistentes contra las enfermedades", explica.

En resumen, la euforia es sanadora, tanto del alma como del cuerpo.


16º parte

 

Identificar las emociones es el primer paso para controlarlas.

 

No suele ser fácil, explicar una emoción, porque esto implica realizar una transpolación de algo emocional al sistema racional, poner en palabras algo eminentemente no verbal. Por lo tanto, no se preocupen; acepten simplemente el nombre de la emoción en caso de que resulte difícil definir el concepto.

 

Vergüenza, estupor, esperanza, tristeza, envidia, tranquilidad, entusiasmo, solidaridad, enojo, serenidad, duelo, resignación, dolor, resentimiento, desprecio, rencor, desidia, rechazo, desesperación, recelo, deseo, rabia, prepotencia, desconsuelo, desconfianza, placer, desconcierto, pesimismo, desánimo, pasión, desamparo, pánico, depresión, paciencia, decepción, optimismo, curiosidad, omnipotencia, culpa, odio, congoja, obstinación, confusión, nostalgia, confianza, miedo, compasión, mezquindad, cólera, melancolía, celos, ira, cariño, insatisfacción, asombro, rencor, asco, indignación, apatía, impotencia, ansiedad, impaciencia, angustia, hostilidad, amor, frustración, alivio, éxtasis, alegría, excitación, aburrimiento, euforia.

 

Aclaro que estas no son todas las emociones, pero quizás alcance la lista para que tengan un concepto más amplio de las mismas.


17º parte

 

La Inteligencia Emocional
y la inteligencia estandarizada

 

El entusiasmo respecto del concepto de la inteligencia emocional (CE) comienza a partir de sus consecuencias para la crianza y educación de los hijos, pero se extiende al lugar de trabajo y prácticamente  a todas las relaciones y encuentros humanos. Los estudios muestran  que las mismas capacidades de CE que dan como resultado que un niño sea considerado como un estudiante entusiasta por su maestra o sea apreciado por sus amigos en el patio de recreo, también lo ayudarán dentro de veinte años en su trabajo o matrimonio.

Aún cuando el término Inteligencia Emocional ha comenzado a utilizarse comúnmente en forma reciente la investigación en esta área no es un fenómeno nuevo. En los últimos cincuenta años se han llevado a cabo miles de estudios relacionados con el desarrollo de las capacidades del CE en los niños. Lamentablemente, solo unos pocos lograron encontrar una aplicación concreta debido en general a un cisma entre el mundo académico de paradigmas estadísticos cuidadosamente planificados y el mundo del docente y el profesional de la salud mental directamente enfrentados a los problemas cotidianos. Pero ya no nos podemos permitir el lujo de criar y educar hijos basándose meramente en la intuición o en la “aplicación correcta de una política.”

CE frente a CI

Los científicos sociales siguen discutiendo sobre que es lo que constituye con exactitud el CI de una persona, pero la mayoría de los profesionales convienen en que puede medirse mediante test de inteligencia estandarizada tales como el de las Escalas de Inteligencia de Wehsler, que mide tanto la capacidad verbal como no verbal, incluyendo memoria, el vocabulario, la comprensión, el razonamiento abstracto, la percepción, el procesamiento de la información y las capacidades visuales y motoras. Se considera que el “factor inteligencia general” derivado de  estas escalas – lo que se denomina CI – es extremamente estable después de que un niño cumple los seis años y suele relacionarse con los otros test  de aptitud tales como las pruebas de admisión universitaria.

 El significado de CE resulta más confuso. Salovey y Myer fueron los primeros en definir la inteligencia emocional como:

“Un subconjunto de la inteligencia social que comprende  la capacidad de controlar los sentimientos y emociones propios así como los de los demás, de discriminar entre ellos y utilizar esta información para guiar nuestro pensamiento y nuestras acciones.”

Se oponen al uso del término CE como sinónimo de inteligencia emocional, temiendo que lleve a la gente a pensar erróneamente que existe un test preciso para medir el CE o, incluso, que puede llegar a medirse  de alguna manera. Aunque no podemos medir con facilidad gran parte de los rasgos sociales y dela personalidad, tales como la amabilidad, la confianza en sí mismo o el respeto por los demás, lo que se puede es reconocerlos y ponernos de acuerdo  en su importancia.

Para Daniel Goleman el término “Inteligencia Emocional” se refiere a “la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, de motivarnos y de manejar bien las emociones” en nosotros mismos y en nuestras relaciones. Describe aptitudes complementarias, pero distintas, de la inteligencia  académica, las habilidades puramente cognitivas medidas por el CI.

Asimismo, agrega que los dos tipos de inteligencia expresan la actividad de diferentes partes del cerebro. El intelecto se basa únicamente en el funcionamiento de la neocorteza, las capas de la parte superior, evolucionadas en tiempos más recientes. Los centros emocionales están más abajo, en la subcorteza, más antigua, la inteligencia emocional involucra estos centros emocionales, trabajando de común acuerdo con los intelectuales.

La popularidad del libro de Goleman y la atención que despertó en los medios, prueba que la gente comprende en forma intuitiva el significado y la importancia dela inteligencia emocional, y reconoce el CE como un sinónimo abreviado de este concepto, de la misma forma en que se reconoce al CI como sinónimo de la inteligencia cognoscitiva.

Las capacidades del CE no se oponen al CI o a las capacidades cognoscitivas sino que interactúa en forma dinámica en un nivel conceptual y en el mundo real. Idealmente, una persona puede destacarse tanto en sus capacidades cognoscitivas como en las sociales y emocionales. Tal vez, la distinción más importante entre el CI y el CE es que el último no lleva una carga genética tan marcada, lo cual permite que padres y educadores partan del punto en el que la naturaleza ya no incide para determinar las oportunidades de éxito de un hijo o alumno.

UN CI ELEVADO, PERO UN CE BAJO

Durante la segunda mitad del siglo XX, se  suscitó un interés sin precedentes en el bienestar de los hijos y los padres han reconocido que las interacciones diarias pueden ejercer una influencia profunda en su vida.  La mayoría busca ofrecerles oportunidades de enriquecimiento, suponiendo que el hecho de hacerlos más inteligentes hará que tengan más probabilidades de éxito.

En estudios recientes, se indica que la tarea orientada a volver más inteligentes a los niños ha obtenido resultados sin precedentes o por lo menos se desempeñan mejor en los test de CI estandarizados. De acuerdo con James R. Flynn, un académico en filosofía política  de la Universidad de Otago, Nueva Zelandia, el CI ha aumentado veinte puntos desde que fue medido por primera vez a principios de este Siglo.

Sin embargo, y en forma paradójica, mientras que cada generación de niños parece volverse más inteligente, sus capacidades emocionales y sociales disminuyen vertiginosamente. Si medimos el CE por medio de la Salud Mental y Estadísticas sociológicas, se pueden observar de muchas maneras que los niños y  adolescentes de hoy están peor que los de las generaciones anteriores. Así, por ejemplo, Martín Seligman en su libro “El niño optimista”, describe a la depresión como una epidemia que ha aumentado casi diez veces entre los niños y adolescentes en los últimos cincuenta años y que se está produciendo ahora a edades más tempranas.

En general, durante la mayor parte de este siglo, los científicos han rendido pleitesía al hardware del cerebro y al software de la mente, los desordenados atributos del corazón han sido relegados a los poetas. Sin embargo, es posible que la teoría cognoscitiva no pueda explicar las interrogantes que nos intrigan:

¿Por qué algunas personas simplemente parecen tener un talento especial para vivir bien?

¿Por qué el alumno más listo de la clase probablemente no terminará siendo el mejor profesional?

¿Por qué algunas personas nos caen bien a primera vista en tanto que desconfiamos de otras?

¿Por qué algunas personas siguen mostrándose optimistas cuando afrontan problemas que hundirán a una personas menos animosa?

En pocas palabras, ¿qué cualidades de la mente o el espíritu determinan el éxito?

Hoy en día los investigadores tienden a aceptar que el CI cuneta cerca del 20%, el resto depende de múltiples factores, entre lo que se incluyen los relacionados con la inteligencia emocional:

Ø              Reconocer las propias emociones. Poder hacer una apreciación y dar nombre a las propias emociones es uno de los sillares de la inteligencia emocional, en el que se fundamentan la mayoría de las otras cualidades emocionales. Solo quien sabe por que se siente como se siente puede manejar sus emociones, moderarlas y ordenarlas de manera consciente.

Ø              Saber manejar las propias emociones. Emociones como el miedo, la ira o la tristeza son mecanismos de supervivencia que forman parte de nuestro bagaje básico emocional. No podemos elegir nuestras emociones. No se pueden simplemente desconectar o evitar. Pero está en nuestro poder conducir nuestras reacciones emocionales y completar o sustituir el programa de comportamiento congénito primario, como el deseo o la lucha por formas de comportamiento aprendidas civilizadas como el flirteo o la ironía. Lo que hagamos con nuestras emociones, el hecho de manejarlas de forma inteligente, depende de la inteligencia emocional.

Ø              Utilizar el potencial existente. “ Un 10 por 100 de inspiración, un 90 por 100 de esfuerzo”, esta sentencia popular da en el clavo: un elevado cociente intelectual, por sí solo no nos convierte ni en el primero de la clase, ni en el Premio Nobel. Los verdaderos buenos resultados requieren cualidades como la perseverancia, disfrutar aprendiendo, tener confianza en uno mismo y ser capaz de sobreponerse a las derrotas.

Ø              Saber ponerse en el lugar de los demás. Los estudios sobre la comunicación parten de la base de que alrededor del 90 por 100 de la comunicación emocional se produce sin palabras. La empatía ante otras personas requiere la predisposición a admitir las emociones, escuchar con concentración  y ser capaz también de comprender pensamientos y sentimientos que no se hayan expresado verbalmente.

Ø              Crear relaciones sociales. En todo contacto con otras personas entran en juego las capacidades sociales: en el trato con los clientes, en la discusión con la pareja, en las relaciones padres e hijos. Que tengamos un trato satisfactorio con las demás personas depende, entre otras cosas, de nuestra capacidad de crear y cultivar las relaciones, de reconocer los conflictos y solucionarlos, de encontrar el tono adecuado y de percibir los estados de ánimo del interlocutor.

 

Como se observa, la Inteligencia Emocional plantea un nuevo paradigma:

Nos obliga a armonizar cabeza y corazón.

 

 

Inteligencia Académica e Inteligencia Emocional

 

El antiguo Paradigma sostenía un ideal de Razón, liberado de la Tensión Emocional.

Esto lo sintetiza el Dr. Damasio, Neurólogo de la Universidad de Iowa:

“El cerebro emocional esta tan comprometido en el razonamiento como lo está el cerebro pensante. En cierto sentido tenemos dos cerebros, dos mentes y dos clases diferentes de inteligencia: La RACIONAL y la EMOCIONAL. Nuestro desempeño en esta vida esta determinada por ambas. NO ES SOLO EL COCIENTE INTELECTUAL, SINO TAMBIEN LA INTELIGENCIA EMOCIONAL.

     

En efecto,  el INTELECTO  no puede operar de manera óptima sin la I. E. Cuando estos socios interactúan positivamente la inteligencia emocional aumenta lo mismo que la capacidad intelectual.

      Lo anterior invierte la antigua TENSIÓN ENTRE RAZÓN Y SENTIMIENTO.
No se trata de suprimir la emoción y colocar en su lugar la RAZÓN, como afirmaba ERASMO, sino encontrar el equilibrio inteligente entre ambas.

 

 

      En síntesis:

La vida emocional es un ámbito que, al igual que la matemática y la lectura, puede manejarse con mayor o menor destreza y requiere un singular conjunto de habilidades. Como ser capaz de motivarse y persistir frente a las decepciones, controlar el impulso de las gratificaciones, regular el humor y evitar que sus trastornos disminuyan la capacidad de pensar, mostrar empatía y mantener la esperanza en situaciones difíciles o imprescindibles.