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Los templarios
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Origen de la Orden del Temple y sus fundadores

 

La historia cuenta que la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón conocida como la Orden del Temple, una de las más famosas órdenes militares cristianas, fue fundada a fines de 1118 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payns tras la Primera Cruzada.

 

En los alrededores del 1095 las rutas de peregrinación a Jerusalén eran altamente transitadas y debido a esto se incrementaba el número de asaltantes y de otros peligros que acechaban a los creyentes en su camino hacia los lugares santos. El 18 de noviembre de ese mismo año comenzaron las sesiones del concilio que el Papa Urbano II había convocado en Clermont (Francia). El Papa prometió remisión de todos los pecados a aquellos que se alistaran en una peregrinación armada para rescatar de manos infieles los Lugares Santos. Legados pontificios recorrieron los reinos latinos informando a prelados y gobernantes. Las autoridades divulgaron la noticia. El pueblo acogió el proyecto con fantástico entusiasmo al grito de Deus volt (Dios lo quiere). Apenas creado el Reino de Jerusalén y elegido Balduino I como su segundo rey, tras la muerte de su hermano Godofredo de Bouillon, algunos de los caballeros que participaron en la Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que iban a ellos. Así, Balduino I necesitaba organizar el reino y no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos porque no contaba con efectivos suficientes para hacerlo. Esto y el hecho de que Hugo de Payns fuese pariente del Conde de Champaña llevó al rey a conceder a esos caballeros un lugar donde reposar y mantener sus equipos, otorgándoles derechos y privilegios, entre los que se contaba un alojamiento en su propio palacio, la mezquita de Al-Aqsa, que se encontraba a la sazón incluida en lo que en su día había sido el recinto del Templo de Salomón. Y cuando Balduino abandonó la mezquita y sus aledaños como palacio para fijar el trono en la Torre de David todas las instalaciones pasaron, de hecho, a los Templarios, que de esta manera adquirieron no sólo su cuartel general, sino su nombre. Fue así que el caballero francés Hugo de Payns y el caballero flamenco Godofredo de Saint-Omer, decidieron impulsar la fundación de una orden monástica cuya finalidad era la custodia de los Peregrinos. De acuerdo a la leyenda, Hugo de Payns (el Primer Gran Maestre de los Templarios) y Godofredo eran tan pobres que entre ambos, poseían un solo caballo, lo cual originó la famosa imagen que aparece en el Sello de los Templarios en la que se representa a dos caballeros cabalgando en el mismo corcel.

 

 

La Orden todavía no estaba oficialmente formada en su totalidad. En 1127 Hugo de Payns viaja a Europa para recabar fondos y apoyo. En Troyes se celebró en 1128 un concilio de la Iglesia al que asistieron obispos y abades franceses y borgoñeses, un legado pontificio y el propio San Bernardo (Gran líder espiritual de la ciudad de Clairvaux). En este concilio la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo vio su existencia reconocida oficialmente por la Iglesia. Su capital económico se centraba en París pero tenían muchas encomiendas y fortificaciones. Afincados en Jerusalén, su principal propósito era escoltar y defender a los peregrinos. Medio siglo más tarde su número se vería acrecentado de forma notable. Su cuartel general se ubicaría en el lugar del histórico Templo de Salomón.

 

Tras su regreso a Europa los Templarios iban recibiendo grandes donativos económicos y tierras, adquiriendo cuantiosos bienes no solo en Palestina, lugar donde tenían más movimiento, sino también en la mayoría de los países de Occidente. Buenos administradores, los templarios medraron con sabias actividades mercantiles. Puertos templarios muy activos fueron La Rochelle, en el Atlántico, y Colliure y Marsella, en el Mediterráneo.

 

 

A todo esto, Europa se entusiasmó una vez más ante la idea de una nueva cruzada. Fueron promotores el papa, Inocencio III (1130-1216), y su ejército de predicadores populares. En realidad la cuarta cruzada sólo fue una lucha política – comercial planeada por Venecia. La mayoría de los cruzados eran franceses, quienes se concentraron en Venecia en 1202, con apenas dinero para pagar los barcos que habían contratado para su transporte. Enrique Dandolo, el duque de Venecia, les ayudó y en abril de 1204 Constantinopla fue tomada al asalto. Todo el conocimiento guardado por los bizantinos fue destruido. Los "vencedores" se repartieron el botín. Venecia se quedó con casi la mitad. Este imperio tendría una breve duración. Su primer soberano fue Balduino I de Flandes (1204-1205). La cruzada promovida por Inocencio III defraudó las esperanzas pontificias. Ansiando un mejor resultado, concibió un nuevo proyecto de expedición a Tierra Santa, en el cual el Papa tendría que aplicarlo en persona. Inocencio no vería consumados tales proyectos. Fueron realizados por su sucesor, Honorio III, que fracasó en su intento. Así se dirigió angustiado a Federico II y le recordó sus promesas de condonar su deuda pontificia y socorrer al Imperio Latino de Constantinopla con motivo de su coronación como Sacro Emperador Romano en 1220.

Siete años después el nuevo papa Gregorio IX excomulgó a Federico II, pero éste conseguía cada vez más victorias y el Papa, desesperado, invadía el reino siciliano de Federico con tropas pontificias e hizo circular la noticia de que el rey había muerto en Tierra Santa para lograr apoderarse de gran parte del país sin derramar sangre. Entretanto, Federico había desembarcado en San Juan de Acre. Los musulmanes temían la llegada del emperador, a quien creían acompañado de numeroso ejército. En realidad, sólo disponía de 1.000 caballeros y 10.000 infantes. En tales condiciones, Federico II consideró harto difícil combatir a los infieles. Así que mediante negociación diplomática logró que un sultán egipcio cediera la ciudad de Jerusalén, a excepción de dos mezquitas. En la iglesia del Santo Sepulcro, Federico se coronó rey de Jerusalén en 1225 y de este modo consiguió liberar la ciudad santa. Un emperador excomulgado había logrado lo que no pudo ningún monarca cristiano desde que Saladino tomó Jerusalén. Federico II había triunfado, pero no gracias a la Iglesia, sino a pesar de ella.

 

El Imperio Latino de Constantinopla fue disuelto en 1261 por el ejército Bizantino, que debía lealtad al Imperio de Nicea.

 

En 1291 los musulmanes conquistaron San Juan de Acre, última ciudad cristiana de Tierra Santa. Occidente se conmocionó ante esta noticia pero esta vez nadie movió un dedo para organizar una nueva cruzada. La caída del último bastión cristiana en Tierra Santa acarreó un cierto desprestigio para las órdenes militares, particularmente para la del Temple. Perdido el dominio de aquella ruta, no quedaba función alguna que justificara el mantenimiento de la Orden.

 

En Occidente, el magno edificio de la Orden parecía sólido a pesar de que la disciplina y el celo de los hermanos se habían relajado bastante en los últimos tiempos. En ese tiempo reinaba en Francia Felipe IV, El Hermoso, cuyo mayor problema era su precaria economía. Aspiraba a controlar por completo su Estado y a sus súbditos. Sólo escapaba a su dominio la soberana Orden del Temple, rica, poderosa e independiente. Controlar el poder y los bienes de la Orden era difícil pero no imposible, puesto que los templarios estaban subordinados al Papa y éste lo estaba a Felipe IV, el Hermoso, quien intentó que el Papa fusionara el Temple y los Hospitalarios, una vieja idea ya acariciada por otros pontífices.

 

En 1305, un antiguo templario expulsado, Esquieu de Floyran, compareció en Lérida para verter horribles denuncias contra los templarios. Como allí no le concedieron el menor crédito, marchó a Francia para repetir las acusaciones. Felipe el Hermoso y su calculador canciller Guillermo de Nogaret lo escucharon interesados. No les fue difícil indagar hasta dar con otros antiguos templarios expulsados de la Orden y dispuestos igualmente a difamarla. Los oficiales reales comenzaron con el trabajo jurídico adecuado al conjunto de calumnias. Finalmente, el Papa Clemente V, un hombre de carácter débil, marioneta en manos del rey, otorgó su consentimiento. En la madrugada del viernes 13 de octubre de 1307, los agentes del rey de Francia prendieron por sospechosos de herejía a cuantos miembros conocidos de la orden templaria había en el reino y pudieron encontrar. EL recinto del Temple en París fue ocupado por las tropas reales capitaneadas por el propio Nogaret. Los templarios fueron arrestados en sus conventos, castillos y encomiendas. Pocas semanas después de las detenciones el gobierno dijo a los maestros de la universidad de París que más de quinientos templarios habían confesado su culpabilidad. Los principales oficiales de la Orden se hallaban a la sazón en Francia. El Gran Maestre, Jacques de Molay, se encontraba allí negociando con el papa y el rey de Francia desde la primavera de 1307. El visitador general, los preceptores de Normandía, Aquitania y Chipre y el ex tesorero real francés fueron hechos prisioneros. En cuanto se vieron en poder de la Iglesia, los dignatarios templarios se retractaron de sus primeras declaraciones alegando que habían sido arrancadas bajo coacción. Se abrió una controversia jurídica entre la justicia civil y la eclesiástica. Felipe, el Hermoso, sabía que sus argumentos estaban de antemano condenados al fracaso puesto que desde el punto de vista estrictamente canónico, solamente correspondía al Papa juzgar a los templarios, pero el proceso había comenzado. Los inquisidores de los distintos tribunales provinciales comenzaron a llenar pliegos con las confesiones de los hermanos, ya fueran espontáneas o forzadas por la tortura.

 

Jaques de Molay, último gran maestre de la orden del Temple, y los últimos caballeros fueron encarcelados y torturados para que confesaran los cargos mediante los cuales se les acusaban, herejía. En el proceso judicial no se lograría probar la conducta herética de los templarios, pero hay que decir que contaron con una defensa más que defectuosa. A partir de 1309 se aceptó que los templarios presos fueran interrogados independientemente por tribunales eclesiásticos o civiles. Los templarios sabían que en los crueles interrogatorios y en las cámaras de tortura acabarían acusándose de lo que sus interrogantes quisieran. En 1311 el Papa convocó un concilio en Vienne para decidir la suerte de la Orden. Éste aprobó la disolución del Temple y la confiscación de sus bienes, que oficialmente pasarían a los Hospitalarios, excepto en algunas ciudades como Portugal o Aragón. Después de cuidadosas deliberaciones, el concilio de Vienne acordó la suerte de los templarios procesados. El 18 de marzo de 1314 el gran maestre, Jacques de Molay, fue conducido, junto con otros notables de la orden al atrio de la catedral de París.

 

Aquella misma tarde Jacques de Molay y otros treinta y seis templarios fueron quemados frente a la catedral.

 

El Gran Maestre, cuando vio la hoguera dispuesta, se desnudó sin titubear quedándose en camisa. Maniatado, lo llevaron al poste. Él dijo a sus verdugos: -"Al menos dejadme que junte un poco las manos para orar a Dios, ya que voy a morir"- y luego gritó: -"Clemente, juez inicuo y cruel verdugo, te cito a comparecer ante el tribunal de Dios en cuarenta días, y a ti, Felipe, antes de un año".

 

El papa Clemente V falleció apenas transcurrido un mes de la muerte del Gran Maestre. Ocho meses más tarde lo seguía a la tumba Felipe IV, el Hermoso, a consecuencia de una caída del caballo. La misma oscura suerte ocurrió el canciller Nogaret, ejecutor de todo el turbio asunto del proceso a los templarios. Esquieu de Floyran, el traidor, murió apuñalado por miembros de las guildas de constructores. De un modo o de otro todos los actores de este drama desaparecerían del escenario en cuanto cayó el telón.

 

 

Jorge Raúl Olguín