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Psicoauditación - Judith

Grupo Elron
Sección Psicointegración y Psicoauditación - Índice de la sección - Explicación y guía de lectura de la sección

Si bien la Psicoauditación es la técnica más idónea para erradicar los engramas conceptuales del Thetán o Yo Superior de la persona, la mayoría de las veces se psicoaudita a thetanes que habitan en planos del Error y sus palabras pueden no ser amigables y/o oportunas para ser tomadas como Mensajes de orientación, algo que sí se da cuando se canaliza a Espíritus de Luz o Espíritus Maestros.
El hecho de publicar estas Psicoauditaciones (con autorización expresa de los consultantes) es simplemente para que todos puedan tener acceso a las mismas y constatar los condicionamientos que producen los implantes engrámicos.
Gracias a Dios, esos implantes son desactivados totalmente con dicha técnica.


Atte: prof. Jorge Olguín.

 

 

Sesión 27/9/11
Médium: Jorge Raúl Olguín
Entidad que se presentó a dialogar: Thetán de quien fue Judith

 

Relató una vida en Judea donde como mujer no tenía voz ni voto. Pensaba muy distinto de las creencias reinantes pero no podía hacer nada. Asistió a un sermón del Maestro Jesús que le ayudó mucho a mejorar.

 

Sesión en MP3 (2.810 KB)

 

 

            Entidad: ¡Ay! Qué difícil es añorar, extrañar distintas vivencias del pasado, porque no todas fueron amargas. Algunas fueron dulces, otras agridulces. Algunas han dejado enseñanzas, otras dolor. Otras pesar, otras dicha, pero todo es aprendizaje.

            Recuerdo una vida muy especial. Nací en Judea. Judith era mi nombre. Me sentía gozosa.

            Mi familia era religiosa, respetaba el Sanedrín pero -como decís vosotros hoy- era amplia de criterio, muy amplia de criterio. Fui creciendo con las enseñanzas. Leía los escritos de punta a punta, de cabo a rabo, y era gozosa con la Ley.

            Pero me sentía triste, con una agonía interna, y con mamá Isabel lo podía hablar o con papá Joaquín, pero no con otros, no con el resto de la familia. Aparte, como sabréis, la mujer, en aquella época en Judea, era poco menos que nada, al punto tal de que comía papá, comía el hermano Jacob y luego comíamos nosotras aparte. Cuando íbamos al templo, nos sentábamos al otro lado; no nos permitían sentarnos con los varones.

            Pero esa no era la agonía interna, mi lucha con mi propio discernimiento. Tanto me hablaban de la figura de Dios y yo, leyendo los escritos veía venganza, dolor, muertes. Leía la historia de Moisés en viaje a la supuesta tierra prometida y en su camino por el desierto había tribus y tribus exterminadas. Y ese Dios que guiaba a Moisés era tan vengativo -hoy diríais egoico-, una palabra desconocida para mí.

            Mi amiga Raquel me decía: -¿Qué te sucede, Judith?
            -Nada. Ayer me junté con Rebeca y discutimos sobre Dios.
            -¡No, con Rebeca no, Judith! Su padre está en el Sanedrín, van a amonestar a tu familia.
            -¿Pero por qué? Yo dije lo que pensaba, que el Dios que yo anhelo es un Dios de amor, un Dios de dicha, un Dios que no castiga.
            -Pero tú blasfemas... ¿Qué dices?
            -Es lo que yo pienso. Y a ti te lo puedo contar porque eres mi amiga, como se lo quise contar a ella y...
            -¡Ay, Judith! Y seguro se lo fue a contar a su padre.

            Y era verdad. Había tres enviados del Sanedrín en casa. Entré, hice la inclinación de cabeza y me fui para mi cuarto. Cuando se fueron, padre me llamó y me censuró: -No abras más el pico. Dedícate a ayudar a tu madre en los quehaceres. Ve al pozo y trae agua. No sirves para otra cosa.

            Me cayeron las lágrimas porque si bien la mujer era considerada de segunda categoría, papá jamás me había maltratado de palabra de esa manera.

            Fui creciendo. Ya tenía quince años y tenía un poquito más de libertad. Había un joven que me atraía, Santiago. Él era muy humilde, de familia de pescadores, pero él no correspondía a mi afecto. No es que me respetara sino que me tomaba distancia de mí, no me dejaba acercarme de la manera que yo quería siendo que había otros que querían cortejarme. Obviamente papá los rechazaba porque era muy interesado, y solamente permitía que me cortejara quien tuviera ganado, tierras. Ahí recién venia el compromiso. Decía que yo era un lastre porque cuando me comprometiese tenía que darle mucho de sí al papá del novio porque la famosa dote -que en muchos lugares se sigue usando hasta el día de hoy, dos mil años después- es una especie de indemnización por llevarse al lastre, que es la joven casadera.

            Y una tarde lo seguí a Santiago. Estaba con su hermano más pequeño, que era un poco más joven que yo, y les pregunté si podría ir.

            -Si te quedas callada, sí.

            Y había un hombre de cerca de treinta años, de barba marrón oscura, ojos limpios, y hablaba. Como Thetán me acuerdo perfectamente de sus palabras, las cuales voy a repetir. El hombre se llamaba Jesúa, Jesúa ben Ioséf y era la primera vez que lo veía. Quedé como impactada por su figura, por su imagen.

            -Queridos hermanos, de verdad os digo que no sabéis el gozo que tengo de que estéis aquí escuchando la palabra de mi Padre porque vosotros, queridos hermanos, si amáis, si os brindáis, entraréis al Reino. Seguramente mis palabras a algunos les hará bien y a otros no, porque he venido a sembrar amor, pero lamentablemente, también división, porque sembraré también dudas de lo que habéis aprendido. Pero de verdad os digo, hermanos, no he venido a romper ninguna ley, sino a mejorarla, porque mi Padre es amor, es compasión. No perdona porque no castiga. Vosotros mismos, queridos hermanos, con vuestros actos os castigáis. Mirad a quien tenéis al lado, miradlo ahora. Al que tienes a tu derecha, al que tienes a tu izquierda, ése es tu hermano también. Veo que hay mujeres entre la gente. No temáis, ante mi Padre sois iguales. No precisáis sentaros aparte ni comer aparte porque vuestro interior es igual ante los ojos del Padre. Tomaros de la mano. Elevad vuestra vista al cielo. Allí pertenecéis, estáis aquí en forma pasajera. No hagáis vuestra vida estéril, no os rasguéis las vestiduras para aparentar. Hacedlo de verdad lo que salga de adentro vuestro.

            Me sentía extraña, distinta, nada que ver con los sermones del templo. No leía: hablaba.

            Luego se retiró con unos cuantos seguidores y Santiago me dice: -¿Qué te ha parecido?
            -Siento como una angustia tremenda porque es lo que yo pienso, es lo que yo siento. Siento un Padre que me ama, no creo en dioses que castigan, no creo en seres vengativos.
            -Bueno, ahora debemos irnos. Estoy aquí con mi hermanito y él, al igual que tú, está también extasiado con la figura del Maestro Jesúa.

            Yo estaba tan deslumbrada por la figura de Santiago que apenas había reparado en su hermano Juan, un joven de mirada noble que, al igual que yo, también había quedado extasiado con las palabras de ese hombre que se decía hijo de Dios.

            Me siento muy mal. Estoy como ahogada, y hasta le provoco tos al receptáculo. Había descubierto algo y sabía que era imposible porque mis padres, si bien eran amplios de criterio, eran conservadores. Y lo comprobé porque la figura de Jesúa fue haciéndose más notoria y ya se murmuraba en el Sanedrín que había un agitador que se decía que hacía milagros y lo que menos querían ellos era que alguien les hiciera sombra.

            Mis padres se enteraron de que me había reunido con un grupo de pescadores. Estuve una semana sin salir ni siquiera a llenar el cántaro a la fuente. Me coartaron mi libertad.

            A los pocos meses me prometieron con el hijo de un comerciante que a mí no me agradaba para nada, pero no tenía derecho a réplica.

            Fui obligada al templo -todas las veces- como una devota, preceptora de la ley, pero las palabras que escuchaba eran tan vacías, tan de memoria, tan nada... Y dije: "Por lo menos tuve la fortuna de escuchar a ese hombre tan especial".

            Me comprometieron. Al año me casé. Tuve dos hijos varones. Me enteré de que a ese gentil hombre lo habían crucificado. Lloré a solas.

            Entendí que el mundo es injusto y que a veces uno tiene la tentación de que aquel Dios malo venga y barra con los malos pero después borro de mí ese pensamiento porque no es lo que ese ilustre señor Jesua pensaría.

            Y entendí lo que es la comprensión, lo que es la tolerancia, y traté de educar a mis hijos con un criterio lo más amplio posible.

            Pero sembré en vano, sembré en tierra estéril, yerma, porque eran varones. Fueron criados de la misma manera que me criaron a mí: le hacían caso a su padre. Yo era mujer. Yo estaba para servirles. Lo que pasa es que mi Servicio no era prepararles la comida sino instruirlos, pero era estéril porque iban al templo, donde los condicionaban.

            Sentí que hice lo que pude con mi rol de mujer en una época tan atrasada. Desencarné a los cuarenta y nueve años. Al desencarnar, al entender que había sido un rol y que había conocido a Ien-El, que en vida fue el Maestro Jesús, mi espíritu se colmó de dicha.

            Sé que el tiempo fue escaso. Fue apenas la llama de una cerilla de un fósforo la cercanía con ese Maestro, pero para mí fue suficiente. Me cambió la vida, me cambió la perspectiva, el pensamiento, la mirada, el entendimiento. Todo.

            ¿Si puedo decir que tuve engramas de esa vida? Sí, engramas de condicionamiento, engramas de ser una ciudadana de segunda, de no tener derecho a voz ni voto, engramas de desprecio, engramas de rechazo. Y también agradecimiento a la vida. De haber podido conocer al Maestro y a alguno de sus apóstoles.

            Ese pequeño Juan hoy está encarnado en este receptáculo, a quien le pido disculpas por haberle causado esa tos por la angustia que me embargaba al relatar ese hecho.
            Y estoy feliz. Hoy estoy feliz y doy gracias por haber permitido expresarme.

            Gracias.