Índice

Psicoauditación - Nadia M.

Grupo Elron
Sección Psicointegración y Psicoauditación - Índice de la sección - Explicación y guía de lectura de la sección

Si bien la Psicoauditación es la técnica más idónea para erradicar los engramas conceptuales del Thetán o Yo Superior de la persona, la mayoría de las veces se psicoaudita a thetanes que habitan en planos del Error y sus palabras pueden no ser amigables y/o oportunas para ser tomadas como Mensajes de orientación, algo que sí se da cuando se canaliza a Espíritus de Luz o Espíritus Maestros.
El hecho de publicar estas Psicoauditaciones (con autorización expresa de los consultantes) es simplemente para que todos puedan tener acceso a las mismas y constatar los condicionamientos que producen los implantes engrámicos.
Gracias a Dios, esos implantes son desactivados totalmente con dicha técnica.


Atte: prof. Jorge Olguín.

 

Sesión 02/06/2016
Médium: Jorge Raúl Olguín
Entidad que se presentó a dialogar: Thetán de Nadia M.

La entidad, a través de esta psicoauditación ha conseguido erradicar un engrama que se grabó en una vida pasada y que la ha estado afectando en esta vida de ahora. Este engrama, esta emoción dolorosa ha quedado desactivado y ha pasado a ser un recuerdo neutro dejando de afectarle en el presente.

 

Sesión en MP3 (2.258 KB)

 

 

Entidad: Sé que todas las vidas son distintas, no soy la única entidad que lo digo. Y también afirmo que hay situaciones que se repiten aunque no sean iguales, aunque aparentemente no estén relacionadas, aunque se piense que son situaciones que no tendrían por qué causar engramas en vidas posteriores, pero sí, lo causan.

 

Había nacido en la península Ibérica, mi nombre era María Dolores Pérez Carrillo. De pequeña era muy inquieta, hoy se diría hiperquinética, pero siglos atrás esa palabra no existía.

Papá era comerciante. Yo, de pequeña, había aprendido a cortar las telas. Mamá, en casa, también trabajaba confeccionando prendas. No nos faltaba de comer, no nos faltaba dinero, tampoco nos sobraba. Semana por medio papá iba al poblado vecino, que era más grande, a comprar telas y víveres que se conseguían a un precio menor al de nuestro pequeño poblado. Me encantaba acompañarlo, era un viaje de poco más de tres horas de ida, una hora haciendo las compras, poco más de tres horas al regreso, llegábamos al anochecer. Papá llegaba cansado, yo llevaba los caballos al corral, ya tenían una parva para comer y mamá tenía para nosotros preparado un estofado caliente.

 

Con la tía Perica había aprendido a leer y a escribir y eso era un lujo, y más para una niña, y más en esa época. Tenía amigas de muy buen pasar económico, montábamos a caballo, jugábamos carreras... Me envidiaban porque con mi potro alazán siempre les ganaba.

 

Una tarde papá pisó un clavo y se le infectó el pie, lo trató el médico pero claro, era la medicina de la época. Tardó en reponerse.

Yo había cumplido catorce años, ya no era una niñita y me ofrecí de ir en la carreta. Até los caballos y le dije:

-Déjame ir a mí. Dame el dinero, sé qué comprar, te acompaño desde que tenía seis años.

-Está bien, pero ve más temprano, así no vuelves al anochecer.

 

Y marché con el pedido y el dinero. En lugar de atar los dos caballos de siempre, até un caballo negro y mi alazán, y me marché. A los veinte minutos de viaje escucho un galope detrás mío: dos de mis compañeras.

-María Dolores, ¿ahora haces de adulta?

-Sucede que papá apenas puede caminar, por suerte la infección no avanzó pero todavía tiene el pie inflamado.

-¡Oh, pero mira esa carreta, qué lenta!

-Bueno, es una carreta.

-¡Je, je! Ahora te pasaremos. -Y azuzaron sus caballos.

 

Di un golpe de rienda en el lomo de los míos y avancé más rápido poniéndome a la altura de ellas.

-¡Ah! ¿Así que quieres correr? ¡No puedes! -Azuzaron sus monturas y se alejaron.

 

Como diríais vosotros hoy, "el bendito ego", el ego que hace de lastre, que te aprisiona, que te esclaviza, que te empuja a lo más profundo, al abismo, pero no al abismo donde encuentras la luz, al abismo de las tinieblas. Azucé mis caballos, mi mente reactiva me cegaba. Jamás iba a poder alcanzar con mi carreta a dos caballos libres y en un recodo del camino volqué, caí hacia un costado de tal manera que una de las ruedas cayó sobre mi pierna derecha, una roca golpeó mi hombro derecho y los caballos quedaron también tendidos. No perdí el conocimiento, quizá el mismo dolor de la pierna y del hombro me mantenía despierta.

 

Las niñas, mis amigas, volvían. Vieron el accidente. Una se quedó conmigo y la otra fue galopando hacia el poblado para avisar del accidente. Me socorrieron, me vendaron el hombro, me entablillaron la pierna. El caballo negro estaba bien, el alazán, mí alazán, hubo que sacrificarlo. Papá no se enteró de mi torpeza, pensó que uno de los caballos se encabritó y salimos del camino y por eso la carreta volcó. Mis amigas sabían la causa pero callaron o quizá se lo contaron a su familia pero la misma indiferencia cubrió mi torpeza impulsiva, pero por dentro me carcomía la culpa, el remordimiento.

 

Papá se mejoró del pie, reparó la carreta, puso los dos caballos negros, me compró a mí un caballo pinto pero no lo montaba, y tampoco acompañaba a papá con la excusa de que aún mi pierna no había soldado el hueso y que mi hombro me dolía. Obviamente no me dolía, era yo, era mi excusa, era mi ego que me hacía sentir culpable, que en realidad lo era pero mi ego me azuzaba aún más.

 

Pero la cosa no termina ahí. Pasó el tiempo, un año, hasta que volví a montar pero arriba de mi potro me sentía inestable, ni siquiera lo hacía trotar, mucho menos galopar; sentía como que me iba a caer. Al día siguiente lo acompañé a papá al otro poblado en la carreta. Me aferraba a la baranda metálica.

-¿Por qué te aferras tanto si vamos despacio? -me decía padre-. ¿Qué sucede Dolores?

-Siento como un vahído, como un mareo, y si cierro los ojos es peor, es como que me voy a caer en un abismo, en un precipicio.

 

Hoy dirían "Era todo psicológico". En realidad era engrámico, le había cogido terror y sentía una tremenda angustia de ir en la carreta. Hasta que fui adulta y vencí ese terror, pero por dentro, jamás iba a una velocidad alta. Seguí montando pero más de un trote no hacía. Mis compañeras ya casadas seguían galopando.

 

Recuerdo que conocí a Vicente, un trabajador también en telas en el poblado vecino, se radicó con su familia, Vicente Bermejo, un hombre bueno. Pocos meses después nos casamos. Era trabajador, comprensivo. Le conté de mis miedos ocultos, le confesé de aquel accidente.

Trató de disculparme. Me dijo:

-¡Eras una niña! Eras una niña, no puedes culparte.

 

Pero no había caso, el engrama me carcomía las entrañas. Lo tuve toda mi vida.

Viví sesenta y un años, una edad avanzada para la época. Fui feliz, tuve dos hijos varones. Papá y mamá vivieron también una larga vida. Vicente me sobrevivió un par de años, tuve la satisfacción de ver a mis criaturas ya grandes, consolidadas económicamente.

 

Pero ese engrama que me afecta hoy para conducir en otra región, en otra época, en otra situación, y hoy como Nadia, consciente o inconscientemente -porque el engrama quedó grabado en mi ADN-, me afecta cuando voy a conducir. Y ahora como thetán, como 90% no encarnado, al recorrer ese incidente estoy haciendo una enorme descarga para que quede el recuerdo neutro, sin emoción dolorosa, sin angustia y principalmente sin culpas, que me permita de a poco ir siendo libre, sin ataduras, de poder coger el volante y con prudencia poder manejar tranquilamente. Ese es mi anhelo, esa es mi meta, ese es mi logro. Y eso es todo.

 

Os agradezco el haberme escuchado.