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Psicoauditación - Angélica

Grupo Elron
Sección Psicointegración y Psicoauditación - Índice de la sección - Explicación y guía de lectura de la sección

Si bien la Psicoauditación es la técnica más idónea para erradicar los engramas conceptuales del Thetán o Yo Superior de la persona, la mayoría de las veces se psicoaudita a thetanes que habitan en planos del Error y sus palabras pueden no ser amigables y/o oportunas para ser tomadas como Mensajes de orientación, algo que sí se da cuando se canaliza a Espíritus de Luz o Espíritus Maestros.
El hecho de publicar estas Psicoauditaciones (con autorización expresa de los consultantes) es simplemente para que todos puedan tener acceso a las mismas y constatar los condicionamientos que producen los implantes engrámicos.
Gracias a Dios, esos implantes son desactivados totalmente con dicha técnica.


Atte: prof. Jorge Olguín.

 

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Sesión del 10/06/2022 Gaela, Ana María


Sesión del 10/06/2022

Médium: Jorge Raúl Olguín

Entidad que se presentó a dialogar: Carol-Ina, thetán de Angélica

La entidad recuerda una vida en Gaela donde vivía con su desestructurada familia. No conoció a su padre y su madre la obsequiaba con maltratos. Los demás, todo para aprovecharse de ella. Se recluía en su habitación. Congeniaba con una amistad de clase alta que la invitó al Club Náutico.

Sesión en MP3 (3.234 KB)

 

Entidad: Mamá me contaba una y otra vez mi niñez. Mamá Herminda era especialista en hacer rol de víctima. Tenía razón, pasó por mucho, pero el tema era no contármelo todos los días, todos los días, todos los días. Me hacía mal, me hacía mal.

 

Mi nombre era Ana María Aldeo, nacida en Lobence, Plena, a doscientos kilómetros de la capital Ciudad del Plata. Nací en 1994, ahora en 2020 tenía veintiséis años. No conocí a mi padre, se alejó cuando mamá Herminda quedó embarazada de mí.

-Si vos supieras, Ana María, si supieras, querida hija, las cosas que pasé. Yo tenía toda la esperanza en quien fue tu padre, ni me acuerdo de su nombre. Huyó, huyó cuando se enteró que quedé preñada.

-Madre -le respondía-, cuando quedaste embarazada. Preñados quedan los animales.

-Siempre me corriges, siempre haces notar mi ignorancia.

-Madre, no, no es mi motivación disminuirte.

-Entonces no me corrijas. Yo soy de afuera, soy del campo, me crié descalza en el barro. Tú no has conocido a tu abuela, éramos como siete hermanos.

-Pero madre, en Lobence yo no conocí a ningún tío o tía.

-¡Ay! Lo que pasa que ellos eran de más adentro, de un lugar llamado Salvadores. Era un pueblito perdido en el medio de la nada, yo por suerte me pude establecer en Lobence. Y bueno, allí es donde conocí a ese sabandija, ese maldito de tu padre.

-Madre, pero me has tenido a mí, las veces que has estado mal te he cuidado, Aparte me he recibido, recién recibida de dermatóloga, voy a ganar plata.

-Claro, me echas en cara de que ahora tienes plata y tienes que reconocer que te has criado en la pobreza.

-Pero madre, nunca lo negué, y jamás tengo vergüenza de ello. A mis compañeras les cuento mi origen.

-¿Para qué les cuentas, para que te desprecien, para que se te burlen?

-Pero madre, ¿en qué quedamos?, te molestas si niego mi origen, si lo cuento también. Yo me siento orgullosa de quien soy.

-Pero no de mí.

-Madre, madre, al fin y al cabo has rehecho tu vida. -Cuando yo tenía dos años mamá se casó con Eugenio en 1996 y mi hermano Adolfo nació en 1997, ahora en 2020 tiene veinte y tres años.

 

Mi padre adoptivo bebe, sale de juerga, viene ebrio, a veces con perfumes de otras mujeres. Y mamá, mamá está resignada.

Pero mi padrastro es inofensivo, una persona que viene alcoholizada pero no es de estos que tienen mal humor o golpeadores, no no no, apenas se puede tener en pie y se tira en la cama, a veces vomita en el piso. Pero no maltrata a mamá de hecho ni tampoco de palabras, yo no lo permitiría. ¡Je! El mal trato es psicológico. Ella sabe que él se va de juerga, bebe y sale con otras mujeres pero en lo poco que trabaja de maestranza de limpieza algo de plata trae, por eso lo soporta.

 

El problema es mi medio hermano. Adolfo tiene amigos poco recomendables. Se va a la mañana, viene a la noche, no trabaja, no estudia. Y a veces tiene un fajo de billetes. Yo no me meto.

Pero mamá le pregunta:

-¿Y esto?

-No preguntes madre. Toma. -Y le da un poco de billetes y madre contenta.

-Adolfo, Adolfo, qué lindo hijo que tengo, me trae dinero. Gracias a él comemos. En cambio mira, tu hermana estudia, se recibió de dermatóloga, pero plata no trae.

 

Me sentía molesta. Me sentía molesta porque honestamente no sé en que andaba mi hermanastro Adolfo, pero yo pienso que era plata malavida. No sé si andaba en robos o si vendían drogas. Honestamente no lo sé ni me interesaba. Con él, "Bueno días, buenas noches". Y a veces nada, no hablábamos.

 

Mi padrastro Eugenio, a veces el hijo le daba algunos billetes:

-¡Ah! ¡Hijo! ¡Esto! Ven conmigo, vamos a tomar una bebida.

-No, no, voy con mis amigos, no me junto con los viejos. -¡Je, je, je! Mi padrastro no se ofendía mientras el hijo le daba plata era un héroe para él.

 

Y a mí nunca me miraba cariñosamente. A veces lo vi mirándome con ojos de codicia como pensando "Bueno, al fin y al cabo no es mi hija". Obviamente nunca me cambiaba de ropa delante de él ni siquiera delante de mi hermanito, porque yo no sé, había días que me miraba con la mirada perdida. Yo digo, este se metió algo o tomó algo raro y no sé su reacción.

Pero a mamá Herminda no le importaba nada. Como mi verdadero padre nunca lo conocí, en mi documento me figuraba el apellido Aldeo, el apellido de mamá, Herminda Aldeo.

 

Nos fuimos de Lobence cuando yo era chica porque Eugenio tenía familia en capital, en Ciudad del Plata, familia que jamás veía capaz que era familia inventada. De la misma manera que nunca conocí a la familia de mamá tampoco conocí a la familia de Eugenio.

¿Qué rescato? Rescato que dentro de todo si bien Eugenio venía bebido y todo, en casa jamás hacía escándalo; nunca levantaba la voz, nunca gritaba, nunca se peleaba con mamá. Y Herminda, como a veces traía plata le dejaba pasar. Le limpiaba los vómitos, le lavaba la ropa... ¿Vida en común, a nivel íntimo? No, no tenían. ¡Ja! ¡Que iban a tener!

Y dentro de todo mi hermanastro Adolfo llegaba, iba a su dormitorio y se tiraba en la cama vestido y se dormía, bebido o drogado.

Por suerte yo tenía mi pieza, una habitación con una lámpara de techo y una lámpara en mi mesita, un velador y estudiaba.

En la sala, en el comedor había un televisor viejo, no de estos planos que habían salido sino de los viejos. Pero bueno, yo igual no tenía tiempo de mirar tele. Tenía una pequeña radio portátil y escuchaba música a la noche con unos audífonos. Y si no con mi grabador grababa la lección del día y me dormía estudiando.

 

Porque después de recibida seguía profundizando el tema. Me gustaba la dermatología, me gustaba sus variantes, me gustaba no solamente la parte dermatológica donde un lunar puede ser canceroso, también la parte de embellecer un rostro, unas manos. Y eso me daba aliento.

Y por la tarde salida con las chicas, mis compañeras. Algunas eran de clase alta, vivían en la Quinta avenida o en la Sexta avenida. A veces me invitaban a sus reuniones y yo me negaba.

Tenía una amiga, Valeria. Me decía:

-Ana María, ¿por qué no vienes al Club Náutico?

-No... no tengo ropa como para presentarme,

-¡Pero Ana María, de qué ropa me hablas?, vamos todas con ropa deportiva. Dime que tienes ropa deportiva.

-Sí...

-Y bueno, vamos este fin de semana. -Me encogí de hombros.

La miré a Valeria y le dije:

-Está bien ¿Dónde nos encontramos?

-¡No! ¡Qué encontramos? Te paso a buscar con mi coche. -Sonreí tristemente y le dije:

-Bien. Está bien. -Todas las que vivían en la Quinta y Sexta avenida tenían coche. Yo andaba en colectivo, como les llamaba en Ciudad del Plata a los buses.

 

Honestamente no me sentía bien, a veces es como que tenía baja estima.

Me sentía orgullosa, me había recibido con las mejores notas, en las prácticas era una de las mejores. Pero todas mis amigas se visitaban unas con las otras.

-¿Por qué nunca nos invitas a tu casa?

-No, es un lío. No, imposible. -¿Qué les iba a contar, que tenía un padrastro alcohólico, un hermanastro drogadicto? ¡Qué les iba a contar!

 

Me acuerdo que me fui a la casa de Valeria y no podía creer lo que veía; tenía planta baja y planta alta, como ocho habitaciones, ¡ocho habitaciones!, tres baños, y el baño de sus padres en suite en el mismo dormitorio. En cada habitación un televisor plano de sesenta pulgadas.

Quiero aclarar una cosa, yo no envidiaba como otras personas, esa envidia que te carcome por dentro, no, no, me alegraba, me ponía contenta de que les vaya bien. Mi envidia era una envidia sana.

Mi malestar pasaba por otro lado porque miraba después, cuando volvía a casa, y tenía que tener cuidado de no pisar el vómito de, ¡je, je!, de Eugenio, o aguantar a madre.

 

A madre la amaba, pero se vivía quejando de esto, de aquello, de lo que le pasó en el pasado. Me molestaba que se sintiera orgullosa de Adolfo.

Y a veces me analizaba a mí misma. Digo ¿pero no serán celos? Y después me retaba a mí misma y decía ¿Celos?, celos de quien, ¿de un imbécil?, ¿de un tipo que se arruina la vida?, ¿de un tipo que a lo mejor a los treinta y cinco años su mente ya no le va a responder de tanto veneno que se pone en el cuerpo?

Eugenio era un hombre joven, mamá era del setenta, tenía cincuenta. Eugenio era del sesenta y ocho, tenía cincuenta y dos, pero si uno lo miraba parece que tuviera, no sé, diez o quince años más, arruinado, arruinado.

 

Ese sábado fuimos con Valeria al Club Náutico. Yo iba toda con ropa deportiva, zapatillas deportivas. Y tenía buena presencia, de rostro moreno pero agradable.

Me recibieron bien, había familias, había gente grande. Un club tranquilo con vista al río. Unos yates y unas lanchas espectaculares, que yo digo no me alcanzarían diez vidas para comprar esa lancha. Y al fondo había un hombre de unos... no más de setenta años tenía pero delgado, bien conservado. Seguro que tenía como veinte años más que Eugenio pero se mantenía mejor.

Le pregunté a Valeria:

-¿Y ese señor? Una presencia impresionante.

-Es el señor Clayton, es el dueño del club, del Náutico.

-Escuché hablar de él. Dicen que ha hecho muchas cosas por esta ciudad.

-¿Por esta ciudad?, ¡por muchas ciudades! Incluso en otros países ha cooperado con cosas.

-Vaya. ¿Y ese señor?

-Se llama Sebastián, tiene cuarenta y cinco años, es su hijo.

-¿Y el señor Clayton qué edad tiene?

-Setenta y cuatro años.

-¡Setenta y cuatro! No parece que tuviera más de sesenta, de verdad. -Disfruté con el ambiente.

-¿Sabes jugar al tenis?

-No, no. Honestamente, no se jugar a nada, no se jugar a nada.

-¿El ping pong?, ¿ping pong de mesa?

-Si no se burlan si hago papelones, juego.

-¡Eh!, ven con nosotras. -Y me quedé en el Club Náutico, un club de gente de mucho dinero. Y lo pude conocer gracias a mis amigas.

 

Valeria tenía mucho dinero. Sus padres tenías mucho dinero pero ella era amable, atenta, pero por sobre todas las cosas, humilde. Yo veía otras que pasaban como si los demás fueran invisibles, como si fueran modelos caminando por una pasarela. Valeria no, Valeria se sentaba toda estirada, cómoda. Me agradaba. Me agradaba sobremanera.

Y los jóvenes del Club Náutico eran unos tremendos creídos, no me caían bien los jóvenes. Pero aclaro, no es porque tuvieran fortuna, era porque siempre estaban como en pose, como que... como que estuvieran filmando una película. No, no me caían bien. No me caían bien. Para nada.

 

Y me sentía mal conmigo misma. Yo decía: Pero salvo Valeria, ¿quién me cae bien? Mi hermanastro era un asco, mi padrastro un asco y medio. Mamá quejándose de su vida.

Yo esforzándome con mi estudio, pero honestamente, no soportaba más vivir en esa casa. Por suerte tenía mi habitación y ahí nadie me molestaba.

Una vez que había juntado plata lo dejé en un cajón de mi mesita de luz y a la noche siguiente la plata no estaba. No era mucha, pero le pregunté a mamá:

-Mamá, ¿has visto la plata que guardé?

-Sabes que yo no entro a tu habitación.

-¿Eugenio puede haber entrado?

-No hables así de Eugenio, él trabaja.

-¿Y Adolfo?

-¡Ja! Tu hermano no tiene por qué sacarte dinero, él tiene diez, cien veces más que tú. Él nos mantiene.

 

Y yo me iba humillada a mi habitación. Pero estaba convencida que mi hermanastro había sacado plata para comprar droga, de eso no tenía ninguna duda. Y me molestaba. A partir de ese día toda la plata que juntaba la llevaba conmigo, en casa no dejaba nada. Y, honestamente, me daba por el hígado todo eso. Estaba como que odiaba esa vida que tenía. Me molestaba horrores esa vida que tenía, ¡horrores!