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Psicoauditación - Miyamoto Musashi

Grupo Elron
Sección Psicointegración y Psicoauditación - Índice de la sección - Explicación y guía de lectura de la sección

Si bien la Psicoauditación es la técnica más idónea para erradicar los engramas conceptuales del Thetán o Yo Superior de la persona, la mayoría de las veces se psicoaudita a thetanes que habitan en planos del Error y sus palabras pueden no ser amigables y/o oportunas para ser tomadas como Mensajes de orientación, algo que sí se da cuando se canaliza a Espíritus de Luz o Espíritus Maestros.
El hecho de publicar estas Psicoauditaciones (con autorización expresa de los consultantes) es simplemente para que todos puedan tener acceso a las mismas y constatar los condicionamientos que producen los implantes engrámicos.
Gracias a Dios, esos implantes son desactivados totalmente con dicha técnica.


Atte: prof. Jorge Olguín.

 

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Sesión 23/11/09
Médium: Jorge Olguín
Entidad que se presentó a dialogar: Thetán de quien fue Miyamoto Musashi, Ra-El-Dan.

 

Tuvo una vida en Japón. Su padre le culpaba de la muerte de su madre al nacer él, y se sentía solo. Pese a vivir con un tío religioso quiso ser guerrero. Pronto destacó y, en su evolución, fue venciendo a grandes guerreros. Tenía mucho rencor. En el ejército el ego era la norma. Fue sintiéndose cada vez más vacío y se fue orientando hacia la búsqueda de la comprensión y la filosofía, escribiendo algunos libros. El verdadero luchador de artes marciales es pacífico. Finalizó explicando algunos de los objetivos que tiene para esta vida y la importancia del Servicio.

 

Parte 1 en MP3 (3.409 KB)

 

Parte 2 en MP3 (3.744 KB)

 

 

Ver también sesión con Kojiro Sasaki

 

 

            Entidad: Nosotros decimos que cuando encarnamos normalmente aprendemos de las distintas experiencias. Tengo mucho para decir al respecto. Es cierto que aprendemos y es cierto también que sufrimos emociones dolorosas. Y tengo una visión particular de que cuanto más roles del ego tenemos más acogida damos a los engramas. Bueno, he sufrido abandonos.

 

Tuve una encarnación en Japón. Nací en 1.584 en Miyamoto, en lo que era la región de Mimasaka. Mi madre desencarnó al nacer yo. Mi padre, Munisai, amaba mucho a mi madre. Directa o indirectamente me echó la culpa de su muerte.

 

            De pequeño me sentía muy solo porque mi padre prácticamente no cruzaba palabra conmigo. Un hermano de madre -un tío que era sacerdote- era quien me guiaba contándome cuentos, contándome anécdotas. Su mirada dulce y comprensiva contrastaba con la mirada dura de Munisai, mi padre.

 

Un día vengo de la casa del tío y mi padre ya no estaba. Apenas tenía siete años. Me quedé con un engrama de abandono tremendo, con rencor hacia la vida. Prácticamente a madre no la conocí y a padre puedo decir que tampoco lo conocí; solamente conviví. Mi tío me llevó a vivir con él pero yo estaba como un poco reacio a todo lo que era lo religioso sentía como que necesitaba hacer algo más.

 

Fui creciendo. Mi tío me decía: -Musashi, pesas la mitad de lo que peso yo y comes el doble. Y yo, Musashi Miyamoto, sólo atinaba a reírme.

 

Mi tío comprendió que era imposible tratar de domesticarme. Era como un brioso caballo salvaje que quería aprender las artes del guerrero. Y así fue que mi tío me dio el visto bueno para practicar.

 

A los doce años ya pesaba cerca de sesenta kilos, algo difícil de creer para la edad. Practicaba el arte de la espada, el arte de la lucha. Amaba todo lo que era la vida samurai.

 

Mi tío me anotó en una escuela. No era muy amigo de mis compañeros; más bien me mantenía distante.

A los trece años ya no había quien me venciera salvo mi Sensei, un hombre de cuarenta años. A los pocos meses en la escuela hubo como un alboroto. Había venido un guerrero llamado Arima Kihei. Era un samurai de la escuela Shinto y desafió a combate a cualquiera que quisiera. Shurisi era un gran experto. Aceptó el reto. Me sentí molesto por la burla que hacía Arima, que lo había cortado ya como en cinco partes: dos veces en el brazo derecho, una en el izquierdo, una en cada pierna. Apenas podía tenerse en pie mi compañero. El Sensei paró el combate. Arima me miró a mí con cara de burla y le dije que para mí sería un honor combatir con él pero que sería un deshonor parar a primera sangre.

 

El Sensei me dijo: -Trata de ser prudente.

 

–Sí, Sensei, seré todo lo prudente que mi carácter me deje.

 

-¡Musashi, trata de ser prudente!

 

–Sí, Sensei.

 

Y comenzó el combate. Arima no podía creer mi velocidad de reflejos. Me tocó una vez con su espada en el hombro izquierdo, lo pinché en el estómago, lo toqué en la pierna, cayó al piso y le atravesé el cuello con mi espada. Miré desafiante a todos, hasta a mi Sensei. Y éste me dijo: -¡Musashi, cálmate! La pasión es negativa, la pasión es absolutamente negativa.

 

Y le entendí. De verdad que era apasionado pero no me gustaba que me mandaran; eso me molestaba tremendamente.

 

Tres veces estuve a punto de irme de la escuela pero mi Sensei me contuvo por lo menos durante tres años más.

 

Cuando vino un gran guerrero más famoso todavía que Arima Kihei,  Tadashima Akiyama, decían que había vencido él solo a un ejército. Obviamente, la leyenda siempre es más que el hombre. Combatí con él y me enojé conmigo porque nuevamente, al igual que tres años atrás, me hirieron en el brazo izquierdo cerca del hombro. Le abrí una tremenda herida en su estómago y Akiyama murió desangrado. Mi respiración era como si hubiera corrido mil millas.

 

-Musashi: debes sofrenarte; es como que gozaras esto.

 

-No, Sensei, pero no me gusta que me reten. Aquel que me reta a duelo sabe a qué se expone. La espada es mi vida.

 

-Musashi: la espada es parte de tu vida, pero no es tu vida. Tu vida tiene que ir más allá, tu vida es defender esta hermosa nación.

 

-¡Sensei, mi familia viene del poderoso clan Harima, de la provincia de Kiushu! ¡Mi abuelo era Hirada!

 

-Ni siquiera lo has conocido y tengo entendido que con tu padre...

 

-No me hable de mi padre; quisiera encontrarlo.

 

-Supongo que no para abrazarlo.

 

-¡Usted no puede leer mis pensamientos, Sensei!

 

Y a partir de ese momento no sólo dejé la escuela sino también la casa de mi tío. Y con una espada grande, una espada pequeña y un puñal en la cintura monté a caballo y partí. Todavía no conocían quien era Miyamoto Musashi. Eran muy pocos los que sabían quién era. Tenía como un rencor acumulado, quizá por engramas, por dolor. No podía perdonar a mi padre su alejamiento. No podía perdonar el haber estado solo. Es como que no tenía sentimientos, como que mis sentimientos estaban yermos porque mi tío me había brindado tanto... Y sí, le tenía afecto, pero al partir no lo extrañé. Es como que era pasado, es como que no tenía apegos. Y si bien la doctrina budista dista mucho de tener apegos no se trata tampoco de ser indiferente con quienes nos aprecian. Y yo en ese momento era indiferente con quienes me apreciaban y me tenían en cuenta. Al contrario, estaba alerta y le prestaba atención a todo aquel que quisiera sacarme ventaja. Es como que me atajaba antes de que el otro siquiera cogiera el mango de la espada. Nada más veloz que mis ojos, que mi mente, que mi mano, que todo mi cuerpo. Era como la varilla de cáñamo: podían doblarme pero no me iban a quebrar.

 

Y en ese peregrinar practiqué más defensa que ataque. Practiqué con muchos contendientes para evitar que volvieran a lastimarme debajo del hombro izquierdo, que era un punto débil.

 

Voy a entrar en contemplación conceptual.

 

Gracias por escucharme.

 


 

            Entidad: El ego. El ego tuvo un papel preponderante. Los samurais nos basábamos en el honor, en lavar las ofensas. El amo en los ejércitos era el ego, no un emperador. El amo de los ejércitos era la vanidad considerada como virtud. El no ofenderse era signo de debilidad y el guerrero era despreciado. Así fue cuando luché contra los tres hermanos Yoshioka. La ofensa no era contra mí, pero nadie puede hablar falsedades y ofender a la familia de Musashi sin pagar las consecuencias.

 

            Tenía casi veintidós años cuando los enfrenté. En menos de dos minutos derroté al primer hermano. El segundo hermano fue bastante más complicado, pero había practicado bastante. Le atravesé la garganta y murió desangrado. Cuando veo al tercer hermano -un niño de apenas once años, esmirriado, temeroso, con su séquito de sirvientes más temerosos todavía- le apunto con mi espada y le hiero levemente el brazo derecho. Ya estaba lavada la ofensa. Sé que luego se han corrido historias de que maté sin piedad al niño, pero no fue así.

 

Y seguí mi recorrido alistándome en ejércitos teniendo duelos personales. En nueve años tuve exactamente sesenta y un duelos pero me sentía como que estaba en la búsqueda de algo y no sabía qué. Había perdido el ímpetu. No me malentendáis: tenía la curiosidad, el deseo, las ganas de hacer cosas, pero no sabía qué. No tenía ese ardor que me quemaba por dentro hasta que viajé con un compañero a la isla de Ganryu, donde me comentaron que estaba Kojiro Sasaki, el samurai invencible, y cuando inmediatamente supo que yo estaba en la isla me desafió. Por primera vez en treinta años tuve como cierta aprensión. Sentía como cierto temor, temor que mi ímpetu anterior no lo dejaba sacar a relucir. Me transpiraban las manos y me costaba coger mi espada.

 

Pasaron tres días. Una madrugada nos encontramos casi a orillas del mar en un combate que duró siete minutos. Verdaderamente era un excelente luchador. Lo golpeé de plano en la cabeza con mi espada, lo aturdí y luego lo atravesé.

 

No voy a negar que sintiera cierto alivio. Pensé que iba a estar excitado por la victoria, eufórico, pero nunca en toda esa vida me había sentido más vacío, nunca. Me di cuenta de que tenía que vaciar mi mente de todo preconcepto y tenía que poner preceptos nuevos. En realidad, mi mente nunca la podía dejar vacía porque entendía que el vacío es una ilusión. Muchos confundían vacío con ignorancia, con desconocimiento, con confusión. Quizá el vacío sea la gran percepción -lo que otros Maestros llamaron el “satori”- donde la confusión desaparece.

 

Muchos años más tarde, cuando escribí mi gran obra, volqué ese pensamiento al último de los manuscritos, al que llamé “El Manuscrito del Vacío”, y aún siendo el más corto me parece el más importante.

 

En mi vida personal tuve tiempo para el amor. Tuve dos amores. El amor más destacable fue una joven de ojos negrísimos que se llamaba Otsu Nihai. Era tan dulce... Pero tal vez en esa inquietud que había vuelto a resurgir en mí y estando en la búsqueda de la perfección humana –si es que se podía conseguir esa perfección-, dejé mi amor atrás. Ya no era el guerrero. Ya me había transformado en el arquitecto, en moldear actitudes, mentes, circunstancias, pero no tenía el poder para borrar esos engramas de abandono de mi niñez, de la muerte prematura de mi madre al nacer yo, del abandono de mi padre apenas cumplidos siete años, de los pocos amigos que tenía -porque en realidad era tan desconfiado-. Y, a veces, la soledad me la buscaba yo.

 

A los cincuenta años entendí lo que era la perfección. Y la perfección era el no ser, el tener una visión amplia y total de lo que son las cosas. Y entender que la verdadera guerra la hacemos con nuestro carácter o, como le llaman los Maestros hoy, con nuestro ego. No es un tema sencillo.

 

Ese gran amor que tuve en esa vida está encarnado como femenino en la actualidad y he tenido trato con ella.

 

Casualidades o causalidades, la que fue mi madre en esa vida como Miyamoto Musashi -a quien no conocí- hoy es una alumna mía.

 

Y ese gran samurai a quien quité la vida en la isla de Ganryu hoy es una joven con la que estoy saliendo y a quien debo ayudar a evolucionar, a hacerle entender el sentido de la vida.

 

Mi mismo 10% está en el camino de aprender ese sentido y ese impulso espiritual de amar las artes marciales, que hicieron que también fuera guerrero en otro mundo -ya contaré esa historia- y que también hoy, en esta encarnación, me gustara sobremanera este arte. En realidad, aquel que no lo entiende no sabe que el verdadero guerrero es el guerrero pacífico. Es imposible que lo entiendan si no se adentran en ese mundo.

 

Me ha servido de mucho relatar esa vida como Musashi para borrar algunos engramas de soledad, de no comprensión de seres de mi entorno -aún de compañeros- y de no sentirme tan solo como ser espiritual. Como dijo un excelso Maestro: “La sabiduría que no se comparte queda yerma dentro de uno y deja yermo al espíritu. Y si el espíritu está yermo no evoluciona y no podemos ayudar a evolucionar a otros”. Entendiendo eso, ese ojo interno se abre como una flor en primavera. Y así debemos abrir el espíritu para brindarnos.

 

Gracias.